I.
Aunque se han ensayado algunas fórmulas más o menos
lunáticas para definirla ― como la impagable Sociedad del conocimiento y la
información ―, el nombre más exitoso para definir a nuestra extraña época es el de Sociedad
de consumo. Visto en perspectiva, no deja de ser sorprendente si se
investiga la historia de la palabra: “El término “consumo” tiene raíces
etimológicas tanto inglesas como francesas. En su forma original consumir
significaba destruir, saquear, someter, acabar o terminar. Es una palabra
forjada a partir de un concepto de violencia y, hasta el presente siglo, [se
refiere al siglo XX] tenía tan solo connotaciones negativas. A finales de los
años 20 la palabra se empleaba para referirse a la peor de las epidemias del
momento: la tuberculosis. En la actualidad [1994] el americano medio consume el
doble de lo que podía consumir a finales de la segunda guerra mundial. La
metamorfosis del concepto de consumo desde el vicio hasta la virtud es uno de
los fenómenos más importantes observados durante el transcurso del siglo XX”[1].
En efecto, sea como fuere, este invento del siglo XX
no es sólo la locomotora de la economía, es mucho más, es la vía a la
felicidad. Nunca fuimos más felices que en la época transcurrida durante el
segundo mandato de Aznar y el primero de Zapatero, cuando gastábamos lo que
teníamos y lo que dábamos por hecho que nos tocaría en el futuro.
Pero es evidente que el consumo es imposible de entender sin el
consumidor. Hay quien ha puesto como ejemplo del mayor grado de ciudadanía la
figura del consumidor responsable, lo que cuernos quiera eso decir...
Aunque sea el más importante, porque sin él no existiría la sociedad a la que
define, o viceversa, es el último eslabón de la cadena. La idea, el diseño, la
fabricación, la distribución y la promoción sólo tienen sentido si tantos
esfuerzos logran atraer al consumidor. Porque ― haciendo abstracción de que los que están
implicados en todas las fases de la producción son, a su vez, consumidores ―, el
consumidor es una figura pasiva que recibe el resultado final y su mayor
participación en el proceso es decidir si compra o no. Y aún en el asunto de la
elección recibe ayuda, pues no me parece casual que, de la noche a la mañana,
el gintonic se haya convertido en la bebida y correr sin que
nadie te persiga, la solución a cualquier desajuste físico, por citar sólo dos
ejemplos recientes.
II.
El espectador es una variante especializada del
consumidor y tiene toda una rama de la producción a su servicio, la poderosa industria
del entretenimiento. Siempre me ha llamado la atención la ingenuidad con la
que hacen pública su función. Tenernos entretenidos, como a los niños pequeños,
para que no hagamos trastadas. ¿Qué trastadas podemos hacer? ¿Qué es eso tan
peligroso a lo que nos podríamos dedicar si no estuvieran ellos para
distraernos como el padre que juega con el peluche para que el bebé olvide el
dolor de encías? Que cada quien imagine...
Aunque sus orígenes son tan antiguos como el poder, que siempre ha
temido a la gente ociosa que se reunía fuera de su control, la industria del
entretenimiento nació como tal con la invención de las pantallas. Dio sus
primeros pasos con el cine, creció con la televisión y ha llegado a su plenitud
con los ordenadores, tabletas, teléfonos inteligentes y demás.
El espectador es la definición perfecta de la pasividad. Vive la vida
a través de otros, es un consumidor de momentos que no ha creado sino que le
llegan ya listos para disfrutar. Su mayor participación consiste en elegir este
canal o el otro o decidir si ve la serie siguiendo el ritmo natural de emisión
o el que él mismo se marque.
La clave es la identificación, sentirse uno parte de
lo que está viendo y, aunque casi todas las series disponen de algún personaje
creado expresamente para que el espectador se identifique con él, no es en la
ficción donde se produce el grado mayor de trasvase de la personalidad. Esa
identificación total sólo se produce en el deporte, especialmente en el fútbol,
que para eso se decía antiguamente que era “el deporte rey”, cosa que hoy nadie
en sus cabales duda, basta ver las audiencias de un campeonato mundial.
Como apuntaba, es un truco muy antiguo, ya los
romanos dividían en verdes y azules a los corredores de carros y los barrios se
repartían los apoyos. Pero es un truco que funciona. Sólo apuntaré un detalle:
es frecuente escuchar a los aficionados decir que “hoy hemos jugado muy bien”.
Sin embargo, ni al seguidor más fanático de un grupo de música se le ocurriría
decir que “hoy hemos tocado muy bien”. Sabe que por muy identificado que pueda
sentirse con los músicos, no forma parte del grupo, pero los futboleros creen
que sí.
III.
Política viene de polis, que era el término griego
para ciudad. Vendría a ser lo que afecta a la ciudad ― es decir, su gobierno ―, y hay que tener también en cuenta que en aquella
época las ciudades griegas eran en realidad estados. La manera que tenían los
ciudadanos griegos de intervenir en política era la asamblea. Escuchar las
opiniones sobre los asuntos que les atañían, proponer la suya si les apetecía y
decidir sobre ellos con el voto, que contaba igual con independencia de que lo
emitiera un magistrado o un zapatero. Antes de que alguien presente la
objeción, la presentaré yo: en las asambleas no podían participar las mujeres,
los extranjeros o los esclavos. Los errores históricos están para aprender de
ellos, no para perpetuarlos.
Hoy el papel destinado en política al consumidor y a
su vez espectador es el de votante. Un papel activo, que le obliga a
desplazarse al colegio electoral una vez cada cuatro años. A cambio de opinar
un día, calla y otorga durante mil cuatrocientos sesenta, rumiando cómo se
vengará entonces (o no). Pero ha participado. Ha hecho el esfuerzo supremo de
reflexionar el día anterior, acercarse al lugar indicado, introducir la
papeleta en el sobre, engomarlo y entregárselo al responsable de su mesa. No es
poco esfuerzo para un solo día...
IV.
Consumidor, espectador y votante. No puedo evitar imaginar
el ocio de ese individuo como una secuencia: de lunes a viernes, sofá y mando a
distancia, de serie en serie. El sábado, centro comercial, serie y, si nada se
tuerce, el coito semanal. El domingo, sofá y mando, pero para ver “cómo
ganamos”. Aunque uno de cada doscientos toca ir a votar...
Alguien me llamará frívolo y quizá con razón, pero
si reunimos lo dicho en un solo individuo, no puedo dejar de pensar que el
ciudadano ideal para el poder y sus ideólogos sería Homer Simpson[2].
[1] Jeremy
Rifkin: El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el
nacimiento de una nueva era. Paidós, Barcelona, (1997), p. 41.
[2] Si
alguien tiene la idea de que Homer es abstencionista, recordaré una frase de
uno de sus episodios más inspirados: “A mí no me mires, yo voté a Kodos”. Debo
añadir aquí que aunque me han procurado muy buenos momentos, no considero a los
Simpson especialmente rompedores. No hay que olvidar que trabajan para
la Fox, que es una especie de 13TV pero en salvaje...
No hay comentarios:
Publicar un comentario