Josep Maria Álvarez, recién elegido líder de UGT[1],
se queja de que “Nos sentimos maltratados. El sindicalismo ha sido maltratado.
Porque el capital, los poderosos, saben que primero tienen que acabar con el
instrumento que los ha conseguido. El capital y los poderosos saben que para
arrebatar nuestros derechos primero tienen que acabar con el instrumento que
los ha conseguido: las organizaciones sindicales”.
En fin, el capital y los poderosos llevan más de un siglo
atacando a los sindicatos. Y se puede dar con un canto en los dientes, porque
en buena parte de ese siglo largo a los sindicalistas se les perseguía a tiros,
al menos en España. No. El desprestigio viene del otro lado, de los
trabajadores, obreros, currantes, proletarios o incluso productores, como se
les llamaba en la prensa franquista. Es un proceso largo pero, en realidad,
fácil de explicar.
Históricamente había dos grandes sindicatos en España: la UGT,
socialista, fundada en 1888 y la CNT, anarquista, en 1910. Aunque siempre hubo
gente en los dos lados que intentó el acercamiento, siguieron trayectorias
divergentes hasta la Guerra Civil. Así, durante la dictadura de Primo de Rivera
UGT decidió colaborar con el gobierno, mientras CNT se negó y fue ilegalizada.
De este modo, mientras la UGT disfrutaba de los beneficios de su colaboración,
los anarquistas eran asesinados por docenas por los pistoleros de la patronal y,
aunque formaron grupos de acción para combatir el terror con el terror,
el saldo fue siempre desigual, nunca llegaron a equilibrar el salvajismo de los
patronos.
Había también sindicatos agrarios, católicos o los llamados
“amarillos” ― que eran creación de la propia patronal ―, pero ninguno tenía una fuerza comparable a la de
estos dos.
Tras la guerra, tanto UGT como CNT quedaron prácticamente
desarticuladas y aunque hicieron intentos de reorganización, la policía los
desbarataba con facilidad, pues los militantes históricos eran bien conocidos y
resultaba sencillo seguir sus pasos.
Sin embargo, durante el Franquismo hubo conflictos laborales, más a medida que se acercaba el final del régimen, solo que adoptaron una forma nueva.
Durante la famosa huelga minera de Asturias en 1962, se optó por formar comisiones
obreras, que daban paso a un sistema
de organización asambleario, en el que los mineros elegían a sus representantes
para la negociación y los acuerdos a los que estos llegasen debían ser
refrendados en asamblea para ser considerados válidos. Este sistema, que fue
perfeccionándose con el tiempo, demostró ser válido dentro de los estrechísimos
cauces que marcaba el Franquismo y
precisamente por su eficacia, las comisiones obreras llamaron la atención del
Partido Comunista, que decidió infiltrarlas para ponerlas a su servicio, pues
el PCE nunca tuvo un sindicato propio con un mínimo de influencia. La estrategia
tuvo éxito, pero hubo trabajadores que vieron la jugada y se negaron a ponerse
al servicio de los intereses de un partido, de modo que en algunas fábricas
llegaron a coexistir dos comisiones obreras, una fiel al PCE y la otra
defensora de los principios asamblearios.
Sin embargo, durante el Franquismo hubo conflictos laborales, más a medida que se acercaba el final del régimen, solo que adoptaron una forma nueva.
Murió Franco y pareció que se destapara una olla que llevase mucho
tiempo al fuego[2].
En enero de 1976 hubo una oleada de huelgas de la que la más espectacular fue
la del Metro de Madrid, que fue militarizado, pero la de consecuencias más
profundas fue la de Vitoria, aunque en ese momento pasase desapercibida por
producirse en una capital de provincia con merecida fama de tranquila. La
huelga vitoriana implicó a varios miles de trabajadores de una decena larga de
empresas grandes, medianas y pequeñas, y duró dos meses. Últimamente se ha
recordado porque se han cumplido cuarenta años de su final trágico, resuelto en
cinco trabajadores muertos. Hasta Pablo Iglesias habló de ellos, como de
Salvador Puig Antich. Sin embargo, como en el caso de Salvador, se recuerda la
muerte pero se olvida cuidadosamente mencionar por qué luchaban, porque es algo
que no interesa, un molesto recordatorio de que las cosas podrían ser de otro
modo. Ninguno quiere contribuir a reabrir un camino peligroso, porque las
consecuencias pueden ser incontrolables, como en Vitoria, donde se empezó
pidiendo aumento de sueldo y se acabó poniendo en cuestión todo el sistema. La
huelga vitoriana merecería un estudio en profundidad ― que aún está por hacer, pese a que ha generado una
cierta bibliografía ―, pero aquí me limitaré a mencionar un par de
aspectos. Una de sus consignas era Todo el poder a la Asamblea, porque
su organización fue asamblearia en todo momento y a todos los niveles, desde
pequeñas asambleas de fábrica hasta macroasambleas de varios miles de
trabajadores. Esta estructura de funcionamiento impedía en la práctica que
ningún grupo u organización pudiera ponerla a su servicio y así, fracasó el
intento del PNV por hacerse con el control de la huelga. La propuesta consistía
en un fuerte respaldo económico a cambio de otorgarle al Partido la facultad de
señalar su finalización[3].
Y por supuesto, la falta de control externo ― esa falta de cabeza dirigente con la que poder
entenderse o a la que, en última instancia, poder acogotar ―, la volvía
imprevisible y, al tiempo, muy poderosa. La Policía ya lo vio claro entonces:
“De cuajar tales dispositivos ― de crearse Comisiones Representativas en toda la
nación y realizarse efectivamente el pretendido engranaje entre ellas ― el avance del
movimiento obrero sería práctico y se traduciría ― opinamos ― en una prepotencia muy difícil de contener”[4].
El otro aspecto importante es que, pese a las cinco muertes y la vuelta forzada
al trabajo, en realidad la huelga consiguió sus objetivos inmediatos. Como
cuenta uno de sus protagonistas, con el final trágico no hay ninguna
negociación. Económicamente las empresas conceden todo lo que habíamos pedido
pero sin negociar absolutamente nada. Incluso los convenios que vinieron los
años siguientes fueron los mejores convenios de la historia de la clase obrera
en Vitoria como consecuencia de aquella lucha que vino antes[5].
Con esta y alguna otra torpeza, pronto se vio que este primer gobierno
de la Monarquía tenía demasiados resabios franquistas como para poder llevar la
nave a buen puerto, de modo que, mediado 1976, Juan Carlos se deshace del
rígido Arias Navarro, que miraba demasiado hacia el pasado, y pone en su lugar
a Adolfo Suárez, mucho más interesado en mirar hacia el futuro, precisamente
porque quería deshacerse de su pasado, algo que ― desde ese momento ―, se convirtió en moda. La tarea que el Rey encarga
a Suárez es conseguir un régimen que sea equiparable a lo que entonces se
conocía como Europa Occidental, es decir, los países que eran miembros del
Mercado Común y de la OTAN.
Suárez diseñó un sistema articulado en torno a los partidos políticos
y tuvo el buen criterio de incluir entre ellos al Partido Comunista ― aunque en ese
primer momento no lo hiciese público ―, seguramente porque tenía informes fiables sobre su
fuerza real, que estaba muy por detrás de su leyenda. Pero si para Suárez era
fácil entender el ambiente político ― no en vano, el Franquismo en el que se crió también
tenía sus familias que, a veces, necesitaban un sistema complicado de cesiones,
negociaciones y equilibrios para entenderse, al menos en los niveles bajos o
medianos ―, la cuestión laboral le sobrepasaba. Primero, porque de donde él
venía, cualquier desencuentro entre patronos y trabajadores se entendía como un
problema de orden público. Segundo, porque allí encontraba elementos
discordantes y potencialmente peligrosos, como los asamblearios, con los que no
cabía ese tipo de arreglos. Así que optó por aplicar el esquema político, el
que conocía, para lidiar con el problema.
UGT y Comisiones estaban ansiosas por colaborar y como les parecía que
el proceso no avanzaba con suficiente rapidez, crearon un engendro de
circunstancias, la COS, que convocó un paro general de un día para el 12 de
noviembre de 1976. Eso sí, previamente advirtieron de que su intención no era
en absoluto derribar al nuevo gobierno, sino solo hacer una demostración de
fuerza[6].
Lo cierto es que tuvieron éxito, mucha gente participó en aquello, aunque sería
interesante hacer una encuesta para saber cuántos se arrepintieron después,
como tantos que votaron al PSOE en 1982 y perdieron su puesto de trabajo con la
Reconversión Industrial...
A partir de ahí, todo vino en cascada. El 28 de abril de 1977 se
legalizaron los sindicatos y el 16 de enero de 1978 comenzaron las elecciones
sindicales. Entre ambas fechas, en setiembre de 1977, se firmaron los Pactos de
la Moncloa.
CCOO y UGT se sumaron con alegría al plan, como lo habían hecho los
partidos de los que eran meras correas de transmisión, el PCE y el PSOE. El
esquema era el mismo. Las elecciones sindicales otorgarían poder a las cúpulas
de las centrales y, por supuesto, dinero para mantener contentos a los suyos.
Ahí nació la nefasta figura del liberado.
De los dos sindicatos históricos, la CNT se negó a entrar en el juego.
Apostó por el asamblearismo y perdió. Es complicado explicar las causas del
fracaso. Desde luego, hubo guerra sucia. Se montó una provocación en toda regla
― el “Caso
Scala”, con la presencia de un confidente infiltrado (Joaquín Gambín) ―, para
criminalizar a la CNT convirtiéndola en una organización terrorista. Se acusó a
Rodolfo Martín Villa, entonces ministro de Gobernación, de estar detrás del
montaje pero, por supuesto, nunca se pudo probar. De lo que sí hay constancia
es de que le preocupaban más los anarquistas que ETA o los GRAPO porque ambos,
a diferencia de los anarquistas, tenían jefes con los que era posible
entenderse, aunque también es cierto que no es obligatorio caer en
provocaciones. Puede que fuera la falta de un partido detrás en un proceso que
fue diseñado para partidos o que fuera una apuesta demasiado alta para las fuerzas con las que
contaba. También hay quien ha apuntado que la CNT refundada ya nació con graves
taras[7].
En cualquier caso, esa nueva CNT pudo ser dejada pronto de lado sin
consecuencias apreciables, salvo en lugares concretos.
Pero igual que sucedió con los partidos de los que dependían,
Comisiones y UGT tuvieron que pagar un precio. La imagen de Santiago Carrillo
con la bandera bicolor detrás no significaba cambiar un trapo por otro sino
reconocer la Monarquía y obligarse públicamente a defenderla. Con ese simple
gesto desautorizaba cuarenta años de lucha del PCE, pero la ilusión de futuro
de entonces compensaba liquidar todo su pasado de un plumazo.
Lo que se pidió a cambio a los sindicatos mayoritarios fue que ejercieran
de “policía laboral”, y a ello se aplicaron con entusiasmo. En apenas un par de
años habían acabado con cualquier alternativa que no pasase por sus manos,
aunque tuvieran que recurrir a tácticas tan sucias como denunciar a la policía
con nombres y apellidos a miembros de piquetes de huelgas que no habían
convocado ellos. La derrota la resumía muy sencillamente Miquel Amorós en un
texto de 1995: el “Estatuto de los Trabajadores, obra de la patronal CEOE y de
la UGT, apoyada con reticencias por CCOO, fue promulgado el 10 de marzo de
1980. Introducía la flexibilidad de las plantillas y suprimía la práctica
corriente de las asambleas, pero no para dar mayor protagonismo a los Comités
de Empresa legales sino para darlo a las cúspides de las centrales, consagrando
los acuerdos verticales (por arriba). El capítulo relativo al derecho de
reunión establecía la periodicidad óptima de las asambleas ¡UNA CADA SEIS
MESES! Además, su celebración sucedería fuera del horario de trabajo, con un orden
del día prefijado y con los asistentes de otras empresas (si los hubiere)
previamente anunciados”[8].
Con los años el proceso se agudizó. La única obsesión de CCOO y UGT
parecía ser desmovilizar a los trabajadores, cuya única fuerza era,
precisamente, su capacidad de movilización, poder poner en jaque estructuras
productivas vitales. El mensaje venía a ser “vosotros id tranquilos a cenar el
sábado, no os preocupéis por nada, que ya velamos nosotros por vuestros
intereses. Dejadlo en nuestras manos”. Y, por supuesto, como en cualquier
engaño, siempre hace falta uno que engañe y otro que se deje engañar. La gran
mayoría se fue contenta a cenar el sábado, confiada en que las conquistas
conseguidas no podían echarse atrás, del mismo modo que se decía que los pisos
nunca podían bajar de precio...
Recuerdo a Javier Arenas, ministro de Trabajo del gobierno de Aznar,
alabando a Antonio Gutiérrez, líder de Comisiones entonces, y Gutiérrez
tan feliz, devolviendo los cumplidos... Pero cambiaron las tornas. Llegó la
crisis y solo entonces los dos “interlocutores sociales” (que ya habían
renunciado hasta a ser sindicatos) descubrieron que pilotaban dos cascarones
huecos. Se habían aplicado con tanta energía a desmantelar la fuerza que podían
tener ― la que nacía de la fuerza de movilización, más allá del paro
simbólico de 24 horas ―, que cuando hicieron sus llamamientos a la
resistencia, descubrieron que no había nadie detrás. Y se indignaban cuando
Esperanza Aguirre pedía que se eliminasen los “liberados sindicales”, cuando no
había otra propuesta más lógica. Ya habían cumplido su misión, desarmar a los
trabajadores. ¿Para qué les necesitaban en el futuro? Hicieron su trabajo de
bomberos de forma impecable y fueron recompensados muy generosamente. ¿A qué
viene ahora quejarse de que todas las cerillas de la caja están mojadas?[9]
[1] Líder
es la forma moderna de llamar al jefe. Porque liderar, lo que se dice liderar,
no lideran nada. Por ejemplo, Mariano y Pedro mandan, uno más que otro, pero
solo porque en este momento uno tiene más poder, no porque esté mejor dotado,
basta con ver las que arma cada vez que abre la boca... La cita que sigue es de
“Álvarez (UGT): “Nos hemos sentido maltratados por el capital”, El País,
12/03/16. Suena un poco repetitiva, pero no es mi culpa.
[2] El
detonante fue un decreto de congelación salarial de noviembre de 1975, obra del
ministro Juan Miguel Villar Mir. El suegro de compi yogui, dicho sea de
paso. Algunos no han conocido mal año.
[3] Carlos
Carnicero Herreros: La ciudad donde nunca pasa nada. Vitoria, 3 de marzo de
1976. Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco,
Vitoria-Gasteiz, (2007), p. 106.
[4] Comisaría
General de Investigación Social: Boletín Informativo Nº 26, (06/07/76).
Citado por Carnicero, p. 80. Hay que aclarar que nunca hubo tal intento de engranaje.
[5] Todo
el poder a la Asamblea. Vitoria 3 de Marzo de 1976 en sus documentos. Likiniano Elkartea, (2001), p.
5.
[6] Fue el
primero de estos enfrentamientos rituales. Una huelga general de un día carece
de sentido. El objeto de la huelga general es, precisamente, hacer caer al
gobierno y no tiene límite de tiempo. Se mantiene hasta que triunfa o es
derrotada. Pese a lo escrito, reconozco haber participado con entusiasmo en
todas las que ha habido desde diciembre de 1988 salvo una, la de 2002, que
encontré muy extraña.
[7] Como Miquel Amorós, que se movió por aquel ambiente y casi treinta
años después no ahorraba las críticas: “la neoCNT, la casa común de sindicalistas
extraviados, aventureros, anarquistas folklóricos y provocadores”. Los
incontrolados [crónicas de la españa salvaje 1976 ― 1981]. Klinamen, (Sevilla), 2004,
p.9.
[8] Historia
de diez años. Esbozo para un cuadro histórico de los progresos de la alienación
social.
Klinamen, (Sevilla), 2005, p. 96.
[9] Como el
texto ha salido muy largo, pronto aparecerá una nota sobre las huelgas de
gasolineras de Barcelona que creo que ilustra bien el proceso que aquí se
cuenta.