martes, 31 de marzo de 2015

EL INCIDENTE DE LA MANTEQUILLA

De vez en cuando nos toca escuchar esas monsergas de que el capitalismo es el único sistema posible o que el Mercado y sus leyes regulan la economía de manera óptima[1]. Cuando oigo estas proclamas me viene a la cabeza una historia narrada por Edward P. Thompson, uno de los historiadores más serios del siglo XX, capaz de tardar veinte años en terminar una obra porque siempre tenía la sensación de que le faltaba leer algún documento o libro de importancia sobre el tema que trataba. Dice así:

En septiembre de 1800 tuvo lugar en Oxford un episodio significativo. Por un cierto asunto relacionado con la determinación del precio de la mantequilla en el mercado, la caballería hizo su aparición en la ciudad (a petición – se descubrió – del subsecretario). El secretario del Ayuntamiento, por indicación del alcalde y los magistrados, escribió al secretario de la Guerra, expresando su “sorpresa porque un cuerpo del ejército de soldados de caballería haya aparecido esta mañana temprano”:
Tengo el placer de informarle que la población de Oxford  no ha mostrado hasta el momento ninguna disposición al motín, excepto que el haber traído al mercado algunas cestas de mantequilla, y haberlas vendido a un chelín la libra y dado cuenta del dinero al propietario de la mantequilla, pueda responder a tal descripción
“No obstante la extrema tensión de los tiempos”, las autoridades de la ciudad eran de “la decidida opinión” de que no había “lugar en esta ciudad para la presencia del Ejército regular”, especialmente porque los magistrados estaban desplegando la mayor actividad para reprimir “lo que ellos creen que es una de las causas principales de la carestía, los delitos de acaparamiento, monopolio y reventa…”
La carta del secretario del Ayuntamiento fue enviada al duque de Portland, de quien recibió una grave reprimenda:
Su Excelencia… desea que informe al Alcalde y Magistrados, que, puesto que su situación oficial le permite apreciar de manera muy especial el alcance del daño público que se seguirá inevitablemente de la continuación de los sucesos tumultuosos que han tenido lugar en varias partes del Reino como consecuencia de la actual escasez de provisiones, se considera más inmediatamente obligado a ejercer su propio juicio y discreción en ordenar que se tomen las medidas adecuadas para la eliminación inmediata y efectiva de tan peligrosas acciones. Porque lamentando mucho Su Excelencia la causa de estos Motines, nada es más cierto que estos no pueden producir otro efecto que el de aumentar el mal más allá de todo posible cálculo. Su excelencia, por tanto, no puede permitirse pasar en silencio la parte de su carta que afirma “que la población de Oxford no ha mostrado hasta el momento ninguna disposición al motín, excepto que el haber traído al mercado algunas cestas de mantequilla, y haberlas vendido a un chelín la libra, y dado cuenta del dinero al propietario de la mantequilla pueda responder a tal descripción”.
Lejos de considerar esta circunstancia desde el punto de vista trivial en que aparece en su carta (incluso suponiendo que no esté conectada con otras de naturaleza similar y aún más peligrosas, que esperamos no sea el caso). Su Excelencia la ve desde el punto de vista de un ataque violento e injustificado a la propiedad, preñado de las más fatales consecuencias para la Ciudad de Oxford y sus habitantes de cualquier clase; lo cual, Su Excelencia da por supuesto que el Alcalde y Magistrados debían haber pensado que era su obligado deber suprimir y castigar mediante el inmediato apresamiento y condena de los transgresores.[2]

Así que en el Oxford de 1800 las leyes del mercado no se parecían a Las Leyes del Mercado que nos explican hoy. Más bien funcionaban al revés: cuando un listo pretendía aprovecharse de la escasez de un producto, se le requisaba, se vendía a un precio justo y se le entregaba la recaudación, lo que parecía bien a las autoridades de la ciudad, que no debían ser peligrosos radicales precisamente. Thompson denomina a esta práctica “la economía moral de la multitud” y se daba entonces por toda Inglaterra.
Por supuesto, esta fórmula de “las leyes del mercado” que escuchamos hoy, no es en absoluto inocente y no se refiere al Derecho porque, como sabemos, el ideal es la autorregulación, es decir, la ausencia de leyes escritas, de códigos. La imagen que pretende transmitir es la de las leyes científicas, que son objetivas e incuestionables y nacidas de la observación y la deducción. Pero, que yo recuerde, no hizo falta la caballería para que triunfase la Ley de la Gravedad, aunque seguramente sí hubiera necesitado un cierto apoyo del ejército de haber sido manifiestamente falsa...
La realidad es que estas verdades incontestables del único sistema posible se impusieron a palos. El asunto da para mucho y hay muchos miles de páginas sobre él. En esencia, para entenderlo basta pensar que ningún campesino iba a dejar sus tierras para ir a trabajar a una de aquellas fábricas horripilantes. Hubo que darles un empujoncito. Primero fueron los cercamientos de los bienes comunales de los pueblos, una privatización en toda regla[3].
Una vez creados los nuevos pobres, se legisló contra ellos. Se prohibió ejercer la caridad con quien estaba en condiciones de trabajar, aunque trabajase de sol a sol sin conseguir lo suficiente. Pasaron a ser considerados vagabundos o mendigos y según otra ley nueva, eran condenados a trabajos forzados en correccionales y hospicios. Por supuesto, ante esa perspectiva, parecía bien encerrarse doce o más horas diarias en un espacio insalubre para realizar una labor peligrosa que se recompensaba con un puñado de monedas. Al menos se podía comprar ginebra para olvidar la miseria cotidiana[4].
No. No fue un proceso natural ni inevitable. Tampoco lógico. Trajo muchos cambios, pero todos fueron provocados por decisiones tomadas en muy pocas cabezas e impuestas al resto.
Podría alargarme hasta el infinito, pero sólo añadiré alguna cita que resume bien los hechos.
En un estudio colectivo que es una de las mejores indagaciones sobre los comienzos del capitalismo[5] se dice que el poder “en este periodo inicial tendió a manifestarse en forma de acción física violenta, tanto en el ámbito nacional como en el internacional” y unas páginas más adelante explican que “el poder político contribuyó a establecer y mantener la desigualdad económica, que era una condición importante para el progreso de la industria y el comercio en aquel tiempo, a menudo mediante el empleo de la violencia”.
Pero, por supuesto, como Jorge Fernández Díaz nos recuerda casi a diario, la violencia se valora y juzga de forma diferente si la ejerce un profesional o un aficionado. Cuenta Carlo Ginzburg que “El surgimiento de las relaciones de producción capitalistas había provocado – en Inglaterra alrededor de 1720, en el resto de Europa casi un siglo después, con el Código napoleónico – una transformación, ligada al nuevo concepto burgués de propiedad, de la legislación, que había aumentado el número de los delitos punibles y la magnitud de las penas. La tendencia a la criminalización de la lucha de clases fue acompañada por la construcción de un sistema carcelario fundado sobre la detención prolongada. [Pero la cárcel produce criminales. En Francia el número de los reincidentes, en continuo aumento a partir de 1870, alcanzó hacia fines de siglo un porcentaje semejante a la mitad de los criminales sometidos a proceso”.][6]
Pero eso sí, la creación de nuevos delitos se compensa con la desaparición de alguno de los existentes. Como apuntaba Georges Sorel, que publicó su libro en 1906, “El régimen anterior había sido mucho más terrible en cuanto a la represión de los fraudes, puesto que la declaración regia de 5 de agosto de 1725 castigaba con la pena de muerte a quien incurría en quiebra fraudulenta: ¡No cabe imaginar nada más distante de nuestras costumbres actuales!”. No imagino qué hubiera escrito de haber vivido hoy...[7]










[1] Desde luego, todos los sistemas han sido el único sistema posible hasta que dejaron de serlo. Las sociedades esclavistas o feudales también tuvieron sus ideólogos que lo demostraban con buenos argumentos.
[2] E. P. THOMPSON: Costumbres en común. Crítica, Barcelona, 1995. ( pp. 283 – 285). Publicado por primera vez en 1971 en el número 50 de la revista británica Past and Present. He sustituido las sangrías por la cursiva para facilitar la lectura en pantallas pequeñas.
[3] Los habitantes de los pueblos podían disponer de esos bienes generalmente, superficies de bosque para criar ganado, cazar o recoger leña y frutos, etc. y ese aporte era el que les salvaba del hambre. Al ser vendidos y prohibido el acceso por sus nuevos propietarios, muchos aldeanos no llegaban a fin de mes, como diríamos hoy. En España también se vendieron los bienes comunales, pero mucho más tarde.
[4] Uno de los mayores motines del siglo XVIII inglés se produjo contra la “Gin Act”, una ley que aumentaba los impuestos a la ginebra.
[5] P KRIEDTE, H. MEDICK, J. SCHLUMBOHM: Industrialización antes de la industrialización. Crítica, Barcelona, 1986. (Citas de pp. 189 y 193)
[6] C. GINZBURG: Huellas. Raíces de un paradigma indiciario, en ÍD: “Tentativas”, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, 2003, p. 144.
[7] G. SOREL: Reflexiones sobre la violencia. Cap. 6, II  (se refiere a Francia). No me resisto a añadir la anécdota: en mis tiempos universitarios, las Reflexiones funcionaban como un detector de farsantes. Es un libro que, seguramente por su título, ha sido muy poco editado, tanto en castellano como en francés o inglés. Catedráticos de ambos sexos lo ponían como ejemplo del Mal Absoluto, aunque sin precisar dónde, cómo ni por qué. No debían de saber que en la biblioteca había una edición francesa en la que quedaba claro que el mayor grado de violencia que pedía Sorel era la huelga general...

miércoles, 25 de marzo de 2015

PROFECÍAS


 Hace unas temporadas las cadenas de televisión invitaban a famosos videntes para que hicieran predicciones sobre el año entrante. Acabado el año, volvían a esos mismos programas y se daban a recordar sus escasísimos aciertos, mientras pasaban de largo ante sus muchos fallos, con la amnesia cómplice de los presentadores.
Siempre me llamó la atención que tanta gente gastara dinero en un negocio con tan pocas posibilidades de éxito. Pensaba que nadie compraría un pasaje a una aerolínea que perdiera nueve aviones de cada diez. Quisiera creer que su decadencia actual se debe al desencanto de sus antiguos clientes y no a que la crisis les haya dejado sin fondos.
Hoy abundan en los medios personajes que profetizan con igual o menor acierto y a los que tampoco se pide cuentas por sus errores. A diferencia de aquellos, estos no visten túnicas estrafalarias sino trajes a medida, cortados por los mejores sastres.
Una diferencia más importante es que, si los adivinos de entonces se ocupaban de temas frívolos y huían de anunciar desgracias o catástrofes, los de ahora se ocupan de asuntos graves y amenazan con consecuencias apocalípticas si no se siguen sus recomendaciones.
Recordaré una ya olvidada: cuando el presidente de Ecuador anunció que iba a aumentar los impuestos a las petroleras, los expertos dijeron que las compañías se irían del país y se instalaría el caos. Por supuesto, ninguna se fue. Es preferible pasar de ganar cincuenta a ganar treinta que quedarse sin nada.
Pero tengo otras de total actualidad, por ejemplo el aumento salarial. Es bien sabido que, si nos suben el sueldo, perderemos competitividad, y el resultado no puede ser otro que el empobrecimiento inmediato y quién sabe si la ruina a medio plazo. No, es mejor no tocar los salarios. Si acaso, reducirlos un poco, que aún hay margen.
Yo, que sé tanto de la Ciencia Económica como de las Ciencias Ocultas y tengo cierta tendencia a la demagogia populista, no puedo entender por qué a los países con salarios altos les ha ido mucho mejor en la crisis que a los que los tenían bajos. Sí sé que eso de la pérdida de competitividad es una chufa si se aplica a algunos negocios. Cierto que una fábrica de las de antes puede mudarse a un país con salarios más bajos y peores condiciones laborales. Basta recordar que prácticamente toda la industria automovilística extranjera que se instaló en España lo hizo durante el Franquismo, porque era un país barato y con trabajadores disciplinados a su pesar. Pero, ¿qué sucedería con las multinacionales de la comida rápida, por ejemplo?
La respuesta es sencilla. Un encargado de Burger King en Estados Unidos gana nueve dólares a la hora, mientras un empleado raso en Dinamarca gana veinte. Si miramos hacia Mc Donald’s, el trabajador americano gana el equivalente a 1,8 Big Macs por hora y el danés gana 3,4, casi el doble, sin contar con que la hamburguesa es más cara en Dinamarca que en Estados Unidos (5,60 $ frente a 4,80)[1]. Por supuesto, ambas cadenas obtienen beneficios más bajos en Dinamarca pero, como sucedió en Ecuador, nadie cierra un negocio rentable.
Una variedad especialmente curiosa de la categoría apocalíptica es la profecía autocumplida. Podemos ver por televisión al representante español de un fondo de inversiones, avisando de que los inversores extranjeros van a retirar su dinero de Grecia, justo el día antes de que el fondo para el que trabaja anuncie que se lleva de Grecia el dinero mal ganado allí.
Pero no todo son desgracias, también hay previsiones optimistas. Por ejemplo, cualquiera medianamente informado sabe que el futuro de la economía mundial está depositado en los brics[2], el conjunto de países emergentes formado por Brasil, Rusia, India y China.
No sé cómo van las cosas en la India porque llega muy poca información y es contradictoria. Parece un mal síntoma, porque a los países en expansión les gusta alardear[3] pero, como digo, faltan datos. En Rusia parecen ir bien, porque Putin ha recurrido a la vieja receta de sacar la cachiporra, que suele tener el éxito garantizado.
El milagro brasileño recordaba mucho a uno que vivimos muy de cerca: Expansión a toda costa, a base de la construcción y el crédito fácil. Por desgracia para la mayoría de brasileños, las consecuencias son las esperables[4].
Lo de China da más miedo. Pese a que Rajoy alabara su crecimiento al 7%, para su economía esa cifra significa estar a las puertas de la recesión, pues China arrastra una gran contradicción en su modelo. En un escenario de empobrecimiento general, China se convirtió en la fábrica del mundo porque era capaz de producir cantidades inmensas de mercancía muy barata. Como es obvio, su ventaja comparativa nacía de la enorme cantidad de mano de obra disponible, los bajos salarios y las condiciones laborales de semiesclavitud. Pero también es evidente que, al tratarse de una producción con muy poco valor añadido, los márgenes de ganancia son muy bajos y sólo se sostienen si el volumen sigue siendo muy elevado y no se altera ninguna de las condiciones dadas. Pero en China los salarios están subiendo, aunque sea tímidamente, y ese pequeño incremento altera todo el equilibrio...
Por supuesto, es un problema que tiene solución. Por ejemplo, un desarrollo tranquilo y equilibrado del mercado interior, como hicieron los países más sensatos de Europa en su momento. Pero fieles al espíritu de la época, los dirigentes chinos han preferido embarcarse en un colosal programa de obras públicas de consecuencias imprevisibles, aunque se podría sugerir algún paralelismo que induce más al temblor que al sosiego[5].
Ahora recuerdo a un profeta dominical de La Vanguardia que se hartó de proponer a China como el paraíso de las empresas españolas[6]. Por supuesto que no era el único que vendía tal receta y, probablemente, tampoco el más influyente, pero lo cierto es que la idea tuvo compradores. Desde luego, los grandes bancos que nunca saben cómo malgastar el dinero que tanto nos cuesta ganar , pero también grandes, medianas e incluso pequeñas empresas, sucumbieron al encanto de las profecías que anunciaban las bondades de ser el primero en llegar a “un mercado de mil millones de compradores”. Ahora, los que no han salido con grandes pérdidas, esperan a que la situación mejore, aunque sin creer demasiado en la posibilidad.
Bastaba un pequeño baño de realidad para ser consciente de que, como se ha indicado arriba, China aspiraba a ser la fábrica del mundo, no su mercado, que es muy pequeño y restringido a artículos de lujo extremo, que los millonarios irán a buscar al país de origen por propia voluntad.  Bastaba un mínimo conocimiento de la historia contemporánea del país para saber que la corrupción y el nacionalismo agresivo de sus dirigentes no auguraban buenas perspectivas de negocio[7]. Bastaba haber escuchado a los que fueron antes y volvieron escaldados, para saber que aquello no iba a ser una aventura fácil, que contaban a quien quisiera oírles que había que sobornar hasta para respirar,  que después les obligaban a llenar las empresas de cargos chinos, y que una vez habían aprendido los secretos del negocio, montaban uno paralelo que les dejaba fuera.
Pero aquellas profecías sonaban tan bien...




[1] “Where fast food pays a living wage”, International New York Times, 28/10/14, portada y p. 16. Hay un buen montón más de diferencias entre unos y otros, siempre favorables a Dinamarca, claro pero me conformo con estos datos.
[2] Uno de esos acrónimos a los que son tan dados los anglosajones, cada uno tiene sus vicios . Si no me equivoco, la ese sólo es un plural.
[3] ¿Hará falta recordar tantas estupideces como dijeron tantos sobre “el milagro español”?
[4] No parece casualidad que fuera Río de Janeiro quien se llevara los juegos olímpicos a los que aspiraba Madrid.
[5] ¿Será de nuevo casualidad que China sea el país con más kilómetros de vías de alta velocidad, justo por delante de... España?
[6] Creo que sigue en activo, aunque hace tiempo que dejé de leerle. Callaré su nombre porque, si él carece de vergüenza, yo tengo suficiente para los dos.
[7] Como se sabe, “las Humanidades no dan de comer”, pero a veces evitan perder un buen montón de dinero.

domingo, 15 de marzo de 2015

EL HUESO DE LA ACEITUNA

Siento un cierto cariño hacia Albert Sánchez Piñol (ASP) porque el primer texto largo aparecido aquí atacaba un artículo suyo publicado en La Vanguardia. En él intentaba mostrar la zafiedad extrema de sus argumentos y le recomendaba humildemente que se dedicara a la novela, que es lo que mucha gente opina que sabe hacer bien. Era, además, un momento especialmente inoportuno porque, según sus seguidores, ASP acababa de ser “censurado” en el Instituto Cervantes de Ámsterdam. Lo cierto es que aquella decisión política tan torpe no era una censura sino un veto, pero no están los tiempos para hilar tan fino...
Hoy leo en la portada de el Triangle (nº 1171) que “Los Godó censuran. Mordaza. El laureado escritor Albert Sánchez Piñol rompe con el diario después de los problemas que ha tenido con las dos últimas colaboraciones”[1]. Como es de esperar, he buscado algo de información por Internet, aunque esta vez me he conformado con los primeros resultados, que ya eran un poco repetitivos.
En es.blastingnews.com[2] Julián Juan Lacasa narra los hechos aunque, como el resto de las fuentes, sólo menciona un artículo, el titulado “¡Sí al museo militar!”. Según lo que deduzco, porque es difícil sacar algo en claro de este revoltijo, la raíz del problema es que ha cambiado “la línea editorial e ideológica actual del diario” que ahora es “contraria al soberanismo”. (Me gustaría recordar aquí que en la etapa del anterior director, el diario del señor conde fue el único medio que daba mayoría absoluta a partir de 68 escaños a CiU, que entonces tenía 62. Obtuvo 50).
Directe!cat[3] dedica casi todo el espacio a reproducir el artículo maldito del otro que menciona el Triangle sigue sin saberse nada , pero añade el dato interesante de que uno de los defensores de ASP es Xavier Sala Martín, un personaje tan turbio que ha recibido alabanzas tanto de Joan Laporta como de Esperanza Aguirre. Dime con quién andas y te diré quién eres...
El resto de la búsqueda repite lo ya expuesto o se remite al episodio holandés, así que la explicación que nos queda es la del cambio de línea editorial, aunque está el molesto dato de que en La Vanguardia siguen escribiendo soberanistas que publican sus artículos sin problemas. Por supuesto, los defensores de ASP siempre pueden decir que los que siguen se han plegado a las exigencias de la casa, de la misma manera que algunos de ellos creen que Erasmo de Rotterdam era catalán.
Creo que se trata, más bien, de un caso de incapacidad. Desprovisto de ironía o sutileza, ASP sólo sabe embestir como un toro furioso y ese es un estilo que puede resultar muy eficaz para la ficción pero resulta muy enfadoso cuando se aplica al análisis de la realidad.
Ignoro la posición de Gregorio Morán sobre el asunto y tampoco es relevante para el argumento, pero sí puedo decir que no hay sábado que no arree un estacazo a alguno de los valores que ha defendido La Vanguardia a lo largo de su más que centenaria historia[4]. La diferencia es que Morán razona sus argumentos y los expone con claridad. Aunque, por supuesto, si se da al noble arte de la descalificación, deja a ASP a la altura de una novicia. Pero lo hace con la gracia y la precisión que a este le falta. Desde luego, dado el estado terminal de la vieja prensa en papel, se puede aplicar a los periodistas esa frase tan grata a los especuladores bursátiles que dice “rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras”, pero si comparamos el legado de ambos, creo que sobran las palabras.

Casi lo olvido, la palabra catalana para el hueso de la aceituna es pinyol, y siempre me ha parecido un gran hallazgo.



[1] Traduzco del catalán.
[2] Página que no conocía pero que está domiciliada en Chiasso (Suiza). Quizá por eso contiene errores gramaticales de importancia.
[3] No confundir con directa.cat, un medio bastante más digno que, por ejemplo, tuvo un papel fundamental en el desmontaje del 4F. De hecho, la parte de Ciutat morta censurada en la televisión catalana correspondía a una de sus investigaciones.
[4] Que en realidad siempre han sido los mismos si se mira en perspectiva, más allá del último cambio de director. El diario es uno de los mejores ejemplos de aquella famosa cita del cambiarlo todo para que nada cambie.

miércoles, 11 de marzo de 2015

LOS AGELASTAS. (A CUENTA DE CHARLIE HEBDO, II)

François Rabelais amaba las palabras. Le gustaba combinar las existentes para sorprender a sus lectores y cuando sentía la falta de alguna, la inventaba. Sucede que los catedráticos de la Sorbona le mortificaban a base de denuncias a las autoridades desde que cometió la osadía de ridiculizar su pedantería en sus libros. En el prólogo al libro cuarto de Gargantúa y Pantagruel encontró una palabra magnífica para definirles: los agelastas. Los que nunca ríen, siendo la risa, como él decía, cosa propia del hombre.
Últimamente me han sobrado ocasiones para recordarla. Una ha sido la reivindicación del respeto a las creencias ajenas. La otra, como ya comenté en la anterior entrada, es la llamada a la contención para no provocar la “islamofobia”[1]. Por desgracia, los asesinatos de Copenhague las han devuelto a la actualidad.
            La protección a las creencias podría entenderse si fuera general, pero no lo es. No hay que ir muy lejos para encontrar periodistas que parecen ocupar todas las horas del día en atacar las ideas de Podemos[2]. Curiosamente, para que una creencia pueda situarse más allá de ataques, debe contener seres y fenómenos que no puedan verse, oírse o tocarse. En ese caso, hacer humor a su costa se convierte en blasfemia, que es delito en España a día de hoy.
El segundo asunto, la contención, está muy unido al concepto de corrección política. Hubo quien criticó que Charlie hiciera humor sobre el Islam porque los árabes están marginados en Francia. Por supuesto que la revista no se burlaba de los habitantes de las barriadas periféricas de París, al contrario, pero eso tanto da. Se recurre a un argumento “de tripas” para acallar una opinión, y esa forma de proceder es muy peligrosa, pues cuando tiene el viento a favor consigue zanjar discusiones intelectuales con consideraciones sentimentales.
Más peligrosa aún es la figura del guardián, en especial si el guardián se profesionaliza, pues necesita el conflicto para vivir[3]. Nadie instala centinelas si no espera enemigos. Entonces nacen los Observatorios y demás organismos profesionales de vigilancia. Un ejemplo especialmente cómico es el del promotor de Jóvenes contra la Intolerancia, que una vez se vio lejos de la juventud cambió el nombre de la cosa a Movimiento contra la Intolerancia, en lugar de hacerse a un lado y dejar paso a los jóvenes, que hubiera sido lo lógico.
Lo primero que se puede decir de ellos es que son paternalistas, pues se arrogan la representación de un colectivo que no se la ha dado. Por supuesto, ellos exhiben ahí su condición de expertos, ese yo sé mejor que tú lo que te conviene.
      Otra consecuencia de esta visión, que en la jerga de los ideólogos llamarían sectorial, es la división de los individuos por su raza, su género o sus preferencias sexuales. Es inevitable que se acabe adoptando un punto de vista parcial y, desde luego, erróneo. ¿Quién tiene más en común: dos homosexuales, uno barrendero y el otro alto ejecutivo de una multinacional, o dos miembros de un consejo de administración, independientemente de con quién se acuesten? Más adelante ofreceré un ejemplo que creo que responde la pregunta.
Y, por supuesto, al poseer en exclusiva la visión correcta del asunto, acaban por atesorar un enorme poder. Moral, que no físico, pero no por eso menos coercitivo. Y, como dijo aquel, un exceso de virtud puede hacer triunfar a las fuerzas del mal[4]. Ha sucedido hace poco, con la ley contra la homofobia que aprobó el parlamento catalán, que establece que cuando se acusa a alguien de un delito homófobo, es el reo quien debe demostrar su inocencia y no al contrario. Esta decisión, que vuelve del revés todo el sistema judicial, basado precisamente en la presunción de inocencia, apenas ha recibido críticas. De nuevo, poca sorpresa.
      En este punto me viene a la cabeza la imagen de los agelastas que atormentaban a Rabelais, esos clérigos sombríos, carentes de humor, que buscaban enemigos por cualquier lado y cuando no los encontraban, los inventaban. Se instala la denuncia como práctica habitual, no sólo una denuncia moral sino una real, ante los tribunales, que puede acabar con la hacienda y la carrera de los que no disponemos de grandes medios. Ese miedo a la denuncia del vigilante acaba por instalar en las mentes la autocensura, que es mucho más destructiva que la censura real, que generalmente la ejerce gente tan obtusa que no comprende las alusiones a poco sutiles que sean[5]...
Se trata de un miedo real y pondré dos ejemplos recientes de la vieja Inglaterra donde van unos años por delante de nosotros en la materia , uno cómico y el otro trágico.
El dos de octubre del año pasado un titular del diario Público decía: Un Ayuntamiento borra un mural de Banksy de 500.000 euros al considerarlo “racista” por error. Vayamos por partes. Banksy es un muralista callejero aún no identificado al parecer de Bristol que ejecuta trabajos de gran calidad con contenidos que van de la ternura a la provocación. Trabaja sin anunciarse ni pedir permiso y los pocos lugares cultos que reciben sus obras las consideran un regalo valioso,  mientras la mayoría se deshacen de ellas, como los palurdos de Clacton-on-Sea[6]. Según la Wikipedia inglesa, Clacton-on-Sea tiene 53.000 habitantes y vivió su momento de gloria entre los 50 y los 70 por obra del turismo. Ahora se compone mayoritariamente de sector terciario y jubilados.


Creo que la imagen es bastante evidente. Por si hiciera falta algo de contexto, iba a haber unas elecciones a las que se presentaba el UKIP, el partido que ha hecho bandera de la lucha contra la inmigración en general y contra el resto de Europa en particular. Para los que no saben inglés, traduciré los cartelitos: “Los inmigrantes no son bienvenidos”, “Vuelve a África” y “Aléjate de nuestros gusanos”.
En efecto, hay que ser muy imbécil para ver ahí un mensaje racista, pero lo cierto es que, como informa el periódico, “Un portavoz del Ayuntamiento dijo que se había eliminado el mural tras recibirse una queja de que era “ofensivo” y “racista”, opinión que en principio compartió la brigada municipal”. Una queja. En este caso ni siquiera era una denuncia o su anuncio. Una simple queja, puede que anónima, bastó para llevar adelante la destrucción. Desde luego, cuando supieron que la obra estaba valorada en 400.000 £ cambiaron de opinión, aunque parece que no del todo: “Por supuesto que agradeceríamos un original de Banksy adecuado en cualquiera de nuestros paseos marítimos y nos encantaría si volviera en el futuro”. La cursiva es mía: Adecuado. Pese a haber hecho un ridículo mundial, se comportan como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando.
La casualidad quiso que al día siguiente el mismo periódico escribiera visiblemente escandalizado que Mónica Oriol, presidenta del Círculo de Empresarios, “prefiere contratar a mujeres que no puedan quedarse embarazadas. Y lo dice una mujer que es madre de ni más ni menos que seis hijos”.
Claro. Quizá sea que en ese momento en la mente de Mónica Oriol pesaba más la cartera que la vagina. No hablaba como mujer, sino como empresaria, que para ella era la mirada clave del asunto. El feminismo de salón que pide “más mujeres en consejos de administración” no es consciente del absurdo que implica su frase. Si fueran conscientes de lo que significa la desigualdad sin adjetivos, pedirían menos consejos de administración. Estructuras improductivas, antieconómicas y esencialmente parasitarias que sirven para que unos cuantos figurones se apropien de lo que producimos los demás. Eso sí sería una verdadera reivindicación de la igualdad sin etiquetas, eliminar esos lastres...
El lado trágico lo aporta Rotherham, una ciudad inglesa de 248.176 habitantes en 2001. Allí, una banda de bestias violó sistemáticamente a unas 1.400 chicas durante varios años, alguna de ellas de tan sólo doce años. Si los cálculos que he hecho sobre la pirámide de edad del Reino Unido no están equivocados, la cantidad equivale al 10% de las chicas de esa edad. Para los flojos en matemáticas pondré un ejemplo muy sencillo: uno va a Rotherham, se sienta en un banco de la calle principal y se dedica a contar chicas jóvenes que pasan por allí. Pues bien, de cada diez que cuente, una fue violada repetidamente, día tras día, por degenerados que abusaban de ella con crueldad, por turnos o en grupo.
Las mentes cándidas pueden decir que si las niñas estaban muy asustadas y no denunciaban, la policía no tendría por qué saber nada. Las mentes más encallecidas saben que en una ciudad de un cuarto de millón de habitantes la policía sabe todo lo que pasa. Pero no hace falta perderse en suposiciones, una de las víctimas lo denunció. La historia es un tanto escatológica, pero creo que es una buena manera de aproximarse a la realidad, que es mucho más escandalosa que las frías cifras.
La niña, no provenía de un entorno miserable, sino que sus padres mantenían al menos una posición digna, lo que en tiempos más felices llamábamos “clase media”[7]. Claro, es fácil hacer un relato neutro de los hechos, pero hay que meterse en la piel de una niña de doce o trece años violada a diario. La cría no podía aguantar la tensión y se cagaba encima. Como le daba vergüenza que su madre viera que se había cagado, la chica escondía la ropa. Hasta que la mentira fue insostenible, entonces se lo contó todo a sus padres. Sus padres se dieron cuenta de que, aparte de su mierda, la ropa podría contener otros restos biológicos que sirvieran para condenar a sus violadores, así que lo metieron todo en un saco y fueron a la policía. Los agentes, todo sonrisas, escucharon pacientemente, preguntaron, etiquetaron y registraron como prueba la bolsa de ropa.
Días después, les llamaron. Por desgracia, la bolsa de ropa que constituía la prueba se había extraviado, pero tenían derecho a una compensación económica, 140 £.
Seguramente alguien me tildará de racista si ahora añado que la banda de violadores invisibles a los ojos de la policía de Rotherham estaba formada en su totalidad por pakistaníes...





[1] No me gusta la palabra Islam ni las que la contienen, por ser demasiado vaga. Se aplica por igual a la creencia y a los que la practican, una ambigüedad que algunos explotan conscientemente de modo que, según conviene, islamófobo es tanto quien critica el mensaje del Corán como quien se queja de la inmigración norteafricana. Por cierto, parece ser que Islam significa sumisión. No sorprende
[2] De todas las críticas hechas a Podemos la que más me gustó fue una de un tal Graciano Palomo, que les acusaba de que cuando iban a la tele se comían toda la comida y robaban las cervezas. Sólo les faltaba tocar el culo a las azafatas.
[3] Esa profesionalización no suele nacer de especiales capacidades o conocimientos sino de lucir medallas. Su argumento principal es la experiencia, haber llegado antes que el resto, a falta de otros valores.
[4] No recuerdo dónde lo leí. Puede que fuera algún autor con ideas opuestas a las mías pero seguiría salvando esta frase aunque detestase el resto de su obra.
[5] El Franquismo fue el último régimen que tuvo censores que ejercían como tales, con salario y cargo reconocidos. Sobran las anécdotas sobre cómo se tragaron canciones, películas o escritos que eran potencialmente mucho más peligrosos que muchas minucias que prohibieron.
[6] Detalle curioso: aunque ha cambiado recientemente, hasta hace poco uno escribía Clacton –on-Sea en Google y la definición que daba el buscador del sitio era la de aldea.
[7] Esto es muy importante. En el Reino Unido, que está totalmente desarticulado como sociedad, los pobres son responsables de todo el mal que les pueda suceder, mientras los ricos siempre encontrarán atenuantes para justificarse. Es cuestión de tiempo que acabemos pensando igual si no ponemos remedio.