martes, 31 de marzo de 2015

EL INCIDENTE DE LA MANTEQUILLA

De vez en cuando nos toca escuchar esas monsergas de que el capitalismo es el único sistema posible o que el Mercado y sus leyes regulan la economía de manera óptima[1]. Cuando oigo estas proclamas me viene a la cabeza una historia narrada por Edward P. Thompson, uno de los historiadores más serios del siglo XX, capaz de tardar veinte años en terminar una obra porque siempre tenía la sensación de que le faltaba leer algún documento o libro de importancia sobre el tema que trataba. Dice así:

En septiembre de 1800 tuvo lugar en Oxford un episodio significativo. Por un cierto asunto relacionado con la determinación del precio de la mantequilla en el mercado, la caballería hizo su aparición en la ciudad (a petición – se descubrió – del subsecretario). El secretario del Ayuntamiento, por indicación del alcalde y los magistrados, escribió al secretario de la Guerra, expresando su “sorpresa porque un cuerpo del ejército de soldados de caballería haya aparecido esta mañana temprano”:
Tengo el placer de informarle que la población de Oxford  no ha mostrado hasta el momento ninguna disposición al motín, excepto que el haber traído al mercado algunas cestas de mantequilla, y haberlas vendido a un chelín la libra y dado cuenta del dinero al propietario de la mantequilla, pueda responder a tal descripción
“No obstante la extrema tensión de los tiempos”, las autoridades de la ciudad eran de “la decidida opinión” de que no había “lugar en esta ciudad para la presencia del Ejército regular”, especialmente porque los magistrados estaban desplegando la mayor actividad para reprimir “lo que ellos creen que es una de las causas principales de la carestía, los delitos de acaparamiento, monopolio y reventa…”
La carta del secretario del Ayuntamiento fue enviada al duque de Portland, de quien recibió una grave reprimenda:
Su Excelencia… desea que informe al Alcalde y Magistrados, que, puesto que su situación oficial le permite apreciar de manera muy especial el alcance del daño público que se seguirá inevitablemente de la continuación de los sucesos tumultuosos que han tenido lugar en varias partes del Reino como consecuencia de la actual escasez de provisiones, se considera más inmediatamente obligado a ejercer su propio juicio y discreción en ordenar que se tomen las medidas adecuadas para la eliminación inmediata y efectiva de tan peligrosas acciones. Porque lamentando mucho Su Excelencia la causa de estos Motines, nada es más cierto que estos no pueden producir otro efecto que el de aumentar el mal más allá de todo posible cálculo. Su excelencia, por tanto, no puede permitirse pasar en silencio la parte de su carta que afirma “que la población de Oxford no ha mostrado hasta el momento ninguna disposición al motín, excepto que el haber traído al mercado algunas cestas de mantequilla, y haberlas vendido a un chelín la libra, y dado cuenta del dinero al propietario de la mantequilla pueda responder a tal descripción”.
Lejos de considerar esta circunstancia desde el punto de vista trivial en que aparece en su carta (incluso suponiendo que no esté conectada con otras de naturaleza similar y aún más peligrosas, que esperamos no sea el caso). Su Excelencia la ve desde el punto de vista de un ataque violento e injustificado a la propiedad, preñado de las más fatales consecuencias para la Ciudad de Oxford y sus habitantes de cualquier clase; lo cual, Su Excelencia da por supuesto que el Alcalde y Magistrados debían haber pensado que era su obligado deber suprimir y castigar mediante el inmediato apresamiento y condena de los transgresores.[2]

Así que en el Oxford de 1800 las leyes del mercado no se parecían a Las Leyes del Mercado que nos explican hoy. Más bien funcionaban al revés: cuando un listo pretendía aprovecharse de la escasez de un producto, se le requisaba, se vendía a un precio justo y se le entregaba la recaudación, lo que parecía bien a las autoridades de la ciudad, que no debían ser peligrosos radicales precisamente. Thompson denomina a esta práctica “la economía moral de la multitud” y se daba entonces por toda Inglaterra.
Por supuesto, esta fórmula de “las leyes del mercado” que escuchamos hoy, no es en absoluto inocente y no se refiere al Derecho porque, como sabemos, el ideal es la autorregulación, es decir, la ausencia de leyes escritas, de códigos. La imagen que pretende transmitir es la de las leyes científicas, que son objetivas e incuestionables y nacidas de la observación y la deducción. Pero, que yo recuerde, no hizo falta la caballería para que triunfase la Ley de la Gravedad, aunque seguramente sí hubiera necesitado un cierto apoyo del ejército de haber sido manifiestamente falsa...
La realidad es que estas verdades incontestables del único sistema posible se impusieron a palos. El asunto da para mucho y hay muchos miles de páginas sobre él. En esencia, para entenderlo basta pensar que ningún campesino iba a dejar sus tierras para ir a trabajar a una de aquellas fábricas horripilantes. Hubo que darles un empujoncito. Primero fueron los cercamientos de los bienes comunales de los pueblos, una privatización en toda regla[3].
Una vez creados los nuevos pobres, se legisló contra ellos. Se prohibió ejercer la caridad con quien estaba en condiciones de trabajar, aunque trabajase de sol a sol sin conseguir lo suficiente. Pasaron a ser considerados vagabundos o mendigos y según otra ley nueva, eran condenados a trabajos forzados en correccionales y hospicios. Por supuesto, ante esa perspectiva, parecía bien encerrarse doce o más horas diarias en un espacio insalubre para realizar una labor peligrosa que se recompensaba con un puñado de monedas. Al menos se podía comprar ginebra para olvidar la miseria cotidiana[4].
No. No fue un proceso natural ni inevitable. Tampoco lógico. Trajo muchos cambios, pero todos fueron provocados por decisiones tomadas en muy pocas cabezas e impuestas al resto.
Podría alargarme hasta el infinito, pero sólo añadiré alguna cita que resume bien los hechos.
En un estudio colectivo que es una de las mejores indagaciones sobre los comienzos del capitalismo[5] se dice que el poder “en este periodo inicial tendió a manifestarse en forma de acción física violenta, tanto en el ámbito nacional como en el internacional” y unas páginas más adelante explican que “el poder político contribuyó a establecer y mantener la desigualdad económica, que era una condición importante para el progreso de la industria y el comercio en aquel tiempo, a menudo mediante el empleo de la violencia”.
Pero, por supuesto, como Jorge Fernández Díaz nos recuerda casi a diario, la violencia se valora y juzga de forma diferente si la ejerce un profesional o un aficionado. Cuenta Carlo Ginzburg que “El surgimiento de las relaciones de producción capitalistas había provocado – en Inglaterra alrededor de 1720, en el resto de Europa casi un siglo después, con el Código napoleónico – una transformación, ligada al nuevo concepto burgués de propiedad, de la legislación, que había aumentado el número de los delitos punibles y la magnitud de las penas. La tendencia a la criminalización de la lucha de clases fue acompañada por la construcción de un sistema carcelario fundado sobre la detención prolongada. [Pero la cárcel produce criminales. En Francia el número de los reincidentes, en continuo aumento a partir de 1870, alcanzó hacia fines de siglo un porcentaje semejante a la mitad de los criminales sometidos a proceso”.][6]
Pero eso sí, la creación de nuevos delitos se compensa con la desaparición de alguno de los existentes. Como apuntaba Georges Sorel, que publicó su libro en 1906, “El régimen anterior había sido mucho más terrible en cuanto a la represión de los fraudes, puesto que la declaración regia de 5 de agosto de 1725 castigaba con la pena de muerte a quien incurría en quiebra fraudulenta: ¡No cabe imaginar nada más distante de nuestras costumbres actuales!”. No imagino qué hubiera escrito de haber vivido hoy...[7]










[1] Desde luego, todos los sistemas han sido el único sistema posible hasta que dejaron de serlo. Las sociedades esclavistas o feudales también tuvieron sus ideólogos que lo demostraban con buenos argumentos.
[2] E. P. THOMPSON: Costumbres en común. Crítica, Barcelona, 1995. ( pp. 283 – 285). Publicado por primera vez en 1971 en el número 50 de la revista británica Past and Present. He sustituido las sangrías por la cursiva para facilitar la lectura en pantallas pequeñas.
[3] Los habitantes de los pueblos podían disponer de esos bienes generalmente, superficies de bosque para criar ganado, cazar o recoger leña y frutos, etc. y ese aporte era el que les salvaba del hambre. Al ser vendidos y prohibido el acceso por sus nuevos propietarios, muchos aldeanos no llegaban a fin de mes, como diríamos hoy. En España también se vendieron los bienes comunales, pero mucho más tarde.
[4] Uno de los mayores motines del siglo XVIII inglés se produjo contra la “Gin Act”, una ley que aumentaba los impuestos a la ginebra.
[5] P KRIEDTE, H. MEDICK, J. SCHLUMBOHM: Industrialización antes de la industrialización. Crítica, Barcelona, 1986. (Citas de pp. 189 y 193)
[6] C. GINZBURG: Huellas. Raíces de un paradigma indiciario, en ÍD: “Tentativas”, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, 2003, p. 144.
[7] G. SOREL: Reflexiones sobre la violencia. Cap. 6, II  (se refiere a Francia). No me resisto a añadir la anécdota: en mis tiempos universitarios, las Reflexiones funcionaban como un detector de farsantes. Es un libro que, seguramente por su título, ha sido muy poco editado, tanto en castellano como en francés o inglés. Catedráticos de ambos sexos lo ponían como ejemplo del Mal Absoluto, aunque sin precisar dónde, cómo ni por qué. No debían de saber que en la biblioteca había una edición francesa en la que quedaba claro que el mayor grado de violencia que pedía Sorel era la huelga general...

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