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lunes, 15 de mayo de 2017

A LA VEJEZ, VIRUELAS...

Lluís Llach ha aparecido en la prensa por unas declaraciones muy llamativas en las que afirma que “En el momento que tengamos la ley de transitoriedad jurídica, ello obligará a todos los funcionarios que trabajan y viven en Cataluña. El que no la cumpla será sancionado. Se lo tendrán que pensar muy bien. No digo que sea fácil, al revés, muchos de ellos sufrirán. Porque dentro de los Mossos d’Esquadra hay sectores que son muy contrarios[1]”.

Siempre me ha gustado la música de Lluís LLach. L’Estaca era una de las canciones favoritas de mi infancia aunque no entendiera ni papa de la letra y he escuchado cientos de veces los discos que considero sus clásicos como el Viatge a Itaca, lleno de impulso épico, su potente directo de 1976 o el dramático Campanades a morts, dedicado a los obreros muertos en Vitoria el 3 de marzo de 1976.
Pero no fue un proceso continuo. De niño escuchaba L’Estaca y corría por el pasillo de casa con una bandera que me había hecho con la funda de un colchón viejo[2], pero no fue hasta bien cumplido el cuarto de siglo cuando me empecé a interesar en serio por la música de Llach.
Como suele suceder, escuché sus discos en desorden, a medida que me iba haciendo con ellos, y pronto descubrí que me gustaban mucho más sus primeros discos que los siguientes. Por poner dos ejemplos aparte de los tres ya citados : Com un arbre nu, publicado en 1972, que contenía un homenaje instrumental al Che Guevara (o al menos así lo he entendido siempre) y una divertida canción dedicada a un censor, aparte de clásicos como La Madame o La gallineta; o su primer directo, grabado en el Olympia de París (tuvo que salir corriendo porque el futuro demócrata Martín Villa quería meterle en la cárcel), un disco de una variedad asombrosa.
Pero a partir de 1980 (por poner una fecha redonda, en realidad debió ser antes), sus discos me parecían mucho menos interesantes. Alguno francamente aburrido. Su directo en el Camp Nou muy celebrado porque según se dice es el único solista que ha conseguido llenar el estadio , nunca ha conseguido transmitirme la pasión que rezuma el del 76. Ni por parte del artista ni por la del numerosísimo público.
De sus últimos veinticinco años de producción apenas salvo un par de discos: Un pont de mar blava, por su ambición, en la estela del Viatge a Itaca, y Nu de nuevo un directo , por todo lo contrario, por su sobriedad. Él solo canta y se acompaña con el piano o la guitarra. Del resto recuerdo bien poco, alguna canción suelta...

Esta situación me planteaba preguntas. ¿Podía decir que me gustaba Lluís Llach si solo apreciaba los discos que había grabado antes de que me afeitase, apenas una fracción de su carrera? Y una ocasión me resolvió la duda. Tuve la oportunidad de ver a Lluís Llach en directo por primera vez en mi vida. Fue en Salamanca, calculo que en 1998.
La respuesta fue un rotundo. Un concierto hermosísimo, un gran recuerdo. Llach se entregó a fondo, defendiendo el repertorio él solo. Emotivo, humorístico, apasionado...
Ofreció todos sus clásicos o los que yo considero como tales , uno detrás de otro. Había leído que Llach odiaba cantar L’Estaca pero en aquella ocasión la cantó sin que nadie se la pidiera y quien la sabía la coreaba y quien no, entonaba la melodía , porque, como dijo, “nos vemos tan poco...”.
Durante los años siguientes apenas supe de él. Me interesaba en otras músicas pero escuchaba sus discos de vez en cuando. Los siete ya mencionados que tenía “en soporte físico”, como se dice hoy[3]. En 2001 leí que, para conmemorar los veinticinco años de la matanza de Vitoria, en sus conciertos interpretaba una versión condensada de Campanades a morts y me pareció magnífico. Por decir verdad, en realidad tuve que deducirlo porque la noticia de El País mencionaba algo llamado Campanadas de amor. En fin...
Volvimos a vernos el 3 de marzo del 2006, trigésimo aniversario de la matanza de Vitoria, en un homenaje a los cinco muertos de 1976. El concierto comenzó a pedir de boca, con Abril 74, uno de mis clásicos y al parecer de mucha más gente, pues fue muy coreado y celebrado al acabar. Y después de eso, cuando esperábamos la colección completa, un surtido de canciones tan raras que tenía que explicarlas primero, como si pidiera perdón inconscientemente por darnos la tabarra de esa manera[4]. Pero la segunda parte del concierto ahuyentó cualquier resquemor. Una versión  impresionante de Campanades a morts precisa, emotiva, desbordante... El público se entregó por completo. Y tras la salva rendida de aplausos era evidente que  queríamos más[5], queríamos algo que no hacía falta nombrar, que hasta el más tonto podía entenderlo... queríamos L’Estaca.
Y no nos la dio. Y como no nos la dio, comenzamos a cantarla sin él.
Fue patético.
Al oír que pensábamos cantarla con su compañía o sin ella, apareció corriendo por el escenario como alma que lleva el Diablo a  corre – cuita, que dicen en Cataluña , se sentó al piano y se agregó al coro como pudo...
No entendía nada pero la gente con la que fui al concierto, tampoco. Por una vez fui capaz de callar la boca y esperar a ver lo que decían antes de emitir mi opinión. Y coincidía. Un concierto que había  empezado de forma muy prometedora y a partir de ahí había caído en picado con canciones cada vez más raras y absurdas hasta el descanso y en la segunda parte, una interpretación de una tensión emocional impresionante para volver a joderla en los bises... Pitos y palmas, que dicen los críticos taurinos. Pero, al menos en mi caso, reunidos en la misma persona.
Esta experiencia me planteó muchas preguntas que son más viejas que el mundo pero no por ello menos pertinentes, que se podrían resumir en una de forma algo grosera: ¿quién es el propietario de una obra, el artista que la crea o el público que la recibe y se apropia de ella?

Quien lea la entrada que inició este blog en otoño de 2014 podrá tener claras dos cosas. Una, que no soy sectario hablando de cuestiones artísticas. Es evidente para cualquiera que haya visitado estas páginas que la ideología de Dios y Rey de Quevedo me repugna. También debe serlo que como escritor me encanta y moriría por haber recibido una brizna de su talento. La segunda es que admito las contradicciones. Tanto la cita de Maquiavelo sobre la imitación de la naturaleza como la que da título a esta página apuntan hacia allá.  
En el caso de Lluís Llach es que tengo muchos problemas para establecer las fronteras. Llach no se hizo famoso por cantar al amor sino por exponer con mucha habilidad y talento preocupaciones políticas, sociales o como se quieran llamar, no por cantar a la ternura, las bellezas del Ampurdán y las flores, aunque es cierto que empezó su carrera con esos temas y nunca los abandonó. Por lo tanto, desde el momento en que encontró un hueco por abordar cuestiones ideológicas, no creo que sea una cuestión sectaria explorar hasta dónde llegan sus contradicciones ideológicas e incluso estéticas.
Empezaré con estas porque, en principio, resultan menos dolorosas, pues refuerzan una idea que ya había apuntado. Preguntado recientemente por su pieza preferida[6] menciona dos: Som tu i jo y Amor t’estimo i tant t’estimo. La primera la conozco, aparecía en Nu, pero ahora mismo no sería capaz de tararearla, no parece que me haya causado honda impresión. La segunda, que en realidad se tituló Només per a tu, ni siquiera soy consciente de haberla escuchado, pese a haber escuchado su discografía completa. La editó El Periódico y está disponible en una de las bibliotecas de mi barrio. Respecto a Campanades a morts dice que “sabía que estaba haciendo una pedantería”.
Queda respondida así mi duda. Salamanca fue un espejismo y Vitoria la realidad. Me queda el que el refrán llama consuelo de tontos, pues los diarios se llenaron de cartas de seguidores que no entendían nada...
En cuanto a las contradicciones ideológicas, ese parece un asunto más serio. Se difundieron mucho esas declaraciones pero bastante menos otras que reflejaba el mismo periodista un par de días después, quizá porque se publicaron en la edición catalana del diario[7]. El artículo dejaba claro que Llach pertenece a la corriente más desaforada del independentismo catalán, que no se puede decir que sea un movimiento que, en general, tenga los pies en la tierra.
Por ejemplo, decía sin que le entrara la risa que Cataluña es la cuarta economía de Europa. Tengo claro que Alemania es la primera pero no el resto del escalafón.  Sacaremos fuera a Gran Bretaña, suponiendo que cuando dice Europa quiere decir Unión Europea, aunque aún forme parte de ella. Supongo que detrás van Francia e Italia, no sé en qué orden, y detrás Cataluña. Lo que, por supuesto, se contradice con el lema independentista de llegar a ser como Austria o Dinamarca. Eso sería claramente retroceder puestos. Y si a eso añadimos que “cada catalán aporta a Europa más que un francés y casi igual que un alemán”, cualquier lugar por debajo del segundo puesto debería considerarse una derrota. Una Cataluña independiente no puede contentarse con tan poco...Quien sienta curiosidad puede leer el artículo entero, que no le defraudará. Hay para dar y regalar o, como se dice en catalán, para alquilar sillas.
Por mi parte, solo me ocuparé de dos cuestiones, por no alargar demasiado el texto. Una es anecdótica. Ahora Llach “pide que se eviten noticias de La Vanguardia y de El Periódico” porque considera “recalcitrantemente unionistas” a estos diarios. La Vanguardia ha sido de todo, hasta La Vanguardia Española, volviendo siempre el rabo hacia donde soplaba el viento, pero de El Periódico se puede decir sin miedo que desde que se fundó apenas ha variado su línea editorial. Sin embargo, poco le importó su unionismo recalcitrante cuando vendía su discografía completa...
La segunda me parece mucho más seria. Lluís Llach es homosexual orgulloso de serlo y siempre se ha distinguido en las reivindicaciones del colectivo. En su época extraviada, a fines de los setenta y primeros ochenta, formaba en un partidito llamado Nacionalistes d’Esquerra y él fue encargado de redactar la parte correspondiente a los derechos de los homosexuales.
Ahora plantea futuras sanciones contra unos cuantos mossos por “españolazos”, pero cuando en octubre de 2013 el empresario Juan Andrés Benítez, también gay convicto y confeso, fue reducido por los mossos de tal manera que no volvió a levantarse, no recuerdo haber oído su voz pidiendo sanciones.
Quizá susurraba, como en esas cancioncillas de mierda que considera lo mejor de su producción...






[1] Cristian Segura: “Lluís Llach: ‘La Generalitat sancionará a los funcionarios que no acaten la ley de desconexión’”, El País, 25/04/17.
[2] Solo los que vivieron los años 70 pueden hacerse una idea de hasta qué punto apasionaba la política hasta a los que entendíamos maldita la cosa de ella. Ya he contado alguna vez que muchos niños de esa época coleccionábamos pegatinas políticas. Claro que entonces éramos tan raros que también coleccionábamos sellos, monedas, fósiles, minerales o mariposas...
[3] Entonces no había otro. Apple era una compañía que había perdido el paso y vendía unos ordenadores que solo compraba la gente que se dedicaba a asuntos relacionados con el diseño, que se suponían mejores para ese cometido. Lo de iTunes creo que aún no existía ni como posibilidad.
[4] Aunque ahora suene muy remoto, en aquella época se estaba tramitando el segundo estatuto de autonomía catalán. ¡Cantó canciones inspiradas por el segundo estatuto! ¿Quién conocía aquello, siquiera en Cataluña, no digamos ya en Vitoria? En el descanso hablé con catalanes que tampoco entendían nada...
[5] Creo recordar que hubo bis, una repetición de parte de Campanades, pero desde luego lo que sigue lo recuerdo muy bien, sin duda alguna. Hay un libro de Juan Miguel Morales López y Omar Jurado que da una versión diferente. Ellos sabrán por qué mienten...
[6] Marià de Delàs: “Lluís Llach: “Somos el acta notarial del fracaso del Estado español””, Público, 18/02/17. Hay versión catalana en el mismo diario. Supongo que es la original pero utilizo la castellana por comodidad.
[7] Cristian Segura: “Lluís Llach, un símbol al rescat del procés”, El País, 27/04/17.

lunes, 28 de marzo de 2016

SINDICALISTAS Y SINDICALISTOS


Josep Maria Álvarez, recién elegido líder de UGT[1], se queja de que “Nos sentimos maltratados. El sindicalismo ha sido maltratado. Porque el capital, los poderosos, saben que primero tienen que acabar con el instrumento que los ha conseguido. El capital y los poderosos saben que para arrebatar nuestros derechos primero tienen que acabar con el instrumento que los ha conseguido: las organizaciones sindicales”.
En fin, el capital y los poderosos llevan más de un siglo atacando a los sindicatos. Y se puede dar con un canto en los dientes, porque en buena parte de ese siglo largo a los sindicalistas se les perseguía a tiros, al menos en España. No. El desprestigio viene del otro lado, de los trabajadores, obreros, currantes, proletarios o incluso productores, como se les llamaba en la prensa franquista. Es un proceso largo pero, en realidad, fácil de explicar.
Históricamente había dos grandes sindicatos en España: la UGT, socialista, fundada en 1888 y la CNT, anarquista, en 1910. Aunque siempre hubo gente en los dos lados que intentó el acercamiento, siguieron trayectorias divergentes hasta la Guerra Civil. Así, durante la dictadura de Primo de Rivera UGT decidió colaborar con el gobierno, mientras CNT se negó y fue ilegalizada. De este modo, mientras la UGT disfrutaba de los beneficios de su colaboración, los anarquistas eran asesinados por docenas por los pistoleros de la patronal y, aunque formaron grupos de acción para combatir el terror con el terror, el saldo fue siempre desigual, nunca llegaron a equilibrar el salvajismo de los patronos.
Había también sindicatos agrarios, católicos o los llamados “amarillos” que eran creación de la propia patronal , pero ninguno tenía una fuerza comparable a la de estos dos.
Tras la guerra, tanto UGT como CNT quedaron prácticamente desarticuladas y aunque hicieron intentos de reorganización, la policía los desbarataba con facilidad, pues los militantes históricos eran bien conocidos y resultaba sencillo seguir sus pasos.
Sin embargo, durante el Franquismo hubo conflictos laborales, más a medida que se acercaba el final del régimen, solo que adoptaron una forma nueva.

Durante la famosa huelga minera de Asturias en 1962, se optó por formar comisiones obreras, que daban paso  a un sistema de organización asambleario, en el que los mineros elegían a sus representantes para la negociación y los acuerdos a los que estos llegasen debían ser refrendados en asamblea para ser considerados válidos. Este sistema, que fue perfeccionándose con el tiempo, demostró ser válido dentro de los estrechísimos cauces  que marcaba el Franquismo y precisamente por su eficacia, las comisiones obreras llamaron la atención del Partido Comunista, que decidió infiltrarlas para ponerlas a su servicio, pues el PCE nunca tuvo un sindicato propio con un mínimo de influencia. La estrategia tuvo éxito, pero hubo trabajadores que vieron la jugada y se negaron a ponerse al servicio de los intereses de un partido, de modo que en algunas fábricas llegaron a coexistir dos comisiones obreras, una fiel al PCE y la otra defensora de los principios asamblearios.

Murió Franco y pareció que se destapara una olla que llevase mucho tiempo al fuego[2]. En enero de 1976 hubo una oleada de huelgas de la que la más espectacular fue la del Metro de Madrid, que fue militarizado, pero la de consecuencias más profundas fue la de Vitoria, aunque en ese momento pasase desapercibida por producirse en una capital de provincia con merecida fama de tranquila. La huelga vitoriana implicó a varios miles de trabajadores de una decena larga de empresas grandes, medianas y pequeñas, y duró dos meses. Últimamente se ha recordado porque se han cumplido cuarenta años de su final trágico, resuelto en cinco trabajadores muertos. Hasta Pablo Iglesias habló de ellos, como de Salvador Puig Antich. Sin embargo, como en el caso de Salvador, se recuerda la muerte pero se olvida cuidadosamente mencionar por qué luchaban, porque es algo que no interesa, un molesto recordatorio de que las cosas podrían ser de otro modo. Ninguno quiere contribuir a reabrir un camino peligroso, porque las consecuencias pueden ser incontrolables, como en Vitoria, donde se empezó pidiendo aumento de sueldo y se acabó poniendo en cuestión todo el sistema. La huelga vitoriana merecería un estudio en profundidad que aún está por hacer, pese a que ha generado una cierta bibliografía , pero aquí me limitaré a mencionar un par de aspectos. Una de sus consignas era Todo el poder a la Asamblea, porque su organización fue asamblearia en todo momento y a todos los niveles, desde pequeñas asambleas de fábrica hasta macroasambleas de varios miles de trabajadores. Esta estructura de funcionamiento impedía en la práctica que ningún grupo u organización pudiera ponerla a su servicio y así, fracasó el intento del PNV por hacerse con el control de la huelga. La propuesta consistía en un fuerte respaldo económico a cambio de otorgarle al Partido la facultad de señalar su finalización[3]. Y por supuesto, la falta de control externo esa falta de cabeza dirigente con la que poder entenderse o a la que, en última instancia, poder acogotar , la volvía imprevisible y, al tiempo, muy poderosa. La Policía ya lo vio claro entonces: “De cuajar tales dispositivos de crearse Comisiones Representativas en toda la nación y realizarse efectivamente el pretendido engranaje entre ellas el avance del movimiento obrero sería práctico y se traduciría opinamos en una prepotencia muy difícil de contener”[4]. El otro aspecto importante es que, pese a las cinco muertes y la vuelta forzada al trabajo, en realidad la huelga consiguió sus objetivos inmediatos. Como cuenta uno de sus protagonistas, con el final trágico no hay ninguna negociación. Económicamente las empresas conceden todo lo que habíamos pedido pero sin negociar absolutamente nada. Incluso los convenios que vinieron los años siguientes fueron los mejores convenios de la historia de la clase obrera en Vitoria como consecuencia de aquella lucha que vino antes[5].
Con esta y alguna otra torpeza, pronto se vio que este primer gobierno de la Monarquía tenía demasiados resabios franquistas como para poder llevar la nave a buen puerto, de modo que, mediado 1976, Juan Carlos se deshace del rígido Arias Navarro, que miraba demasiado hacia el pasado, y pone en su lugar a Adolfo Suárez, mucho más interesado en mirar hacia el futuro, precisamente porque quería deshacerse de su pasado, algo que desde ese momento , se convirtió en moda. La tarea que el Rey encarga a Suárez es conseguir un régimen que sea equiparable a lo que entonces se conocía como Europa Occidental, es decir, los países que eran miembros del Mercado Común y de la OTAN.
Suárez diseñó un sistema articulado en torno a los partidos políticos y tuvo el buen criterio de incluir entre ellos al Partido Comunista aunque en ese primer momento no lo hiciese público , seguramente porque tenía informes fiables sobre su fuerza real, que estaba muy por detrás de su leyenda. Pero si para Suárez era fácil entender el ambiente político no en vano, el Franquismo en el que se crió también tenía sus familias que, a veces, necesitaban un sistema complicado de cesiones, negociaciones y equilibrios para entenderse, al menos en los niveles bajos o medianos , la cuestión laboral le sobrepasaba. Primero, porque de donde él venía, cualquier desencuentro entre patronos y trabajadores se entendía como un problema de orden público. Segundo, porque allí encontraba elementos discordantes y potencialmente peligrosos, como los asamblearios, con los que no cabía ese tipo de arreglos. Así que optó por aplicar el esquema político, el que conocía, para lidiar con el problema.
UGT y Comisiones estaban ansiosas por colaborar y como les parecía que el proceso no avanzaba con suficiente rapidez, crearon un engendro de circunstancias, la COS, que convocó un paro general de un día para el 12 de noviembre de 1976. Eso sí, previamente advirtieron de que su intención no era en absoluto derribar al nuevo gobierno, sino solo hacer una demostración de fuerza[6]. Lo cierto es que tuvieron éxito, mucha gente participó en aquello, aunque sería interesante hacer una encuesta para saber cuántos se arrepintieron después, como tantos que votaron al PSOE en 1982 y perdieron su puesto de trabajo con la Reconversión Industrial...
A partir de ahí, todo vino en cascada. El 28 de abril de 1977 se legalizaron los sindicatos y el 16 de enero de 1978 comenzaron las elecciones sindicales. Entre ambas fechas, en setiembre de 1977, se firmaron los Pactos de la Moncloa.
CCOO y UGT se sumaron con alegría al plan, como lo habían hecho los partidos de los que eran meras correas de transmisión, el PCE y el PSOE. El esquema era el mismo. Las elecciones sindicales otorgarían poder a las cúpulas de las centrales y, por supuesto, dinero para mantener contentos a los suyos. Ahí nació la nefasta figura del liberado.
De los dos sindicatos históricos, la CNT se negó a entrar en el juego. Apostó por el asamblearismo y perdió. Es complicado explicar las causas del fracaso. Desde luego, hubo guerra sucia. Se montó una provocación en toda regla el “Caso Scala”, con la presencia de un confidente infiltrado (Joaquín Gambín) , para criminalizar a la CNT convirtiéndola en una organización terrorista. Se acusó a Rodolfo Martín Villa, entonces ministro de Gobernación, de estar detrás del montaje pero, por supuesto, nunca se pudo probar. De lo que sí hay constancia es de que le preocupaban más los anarquistas que ETA o los GRAPO porque ambos, a diferencia de los anarquistas, tenían jefes con los que era posible entenderse, aunque también es cierto que no es obligatorio caer en provocaciones. Puede que fuera la falta de un partido detrás en un proceso que fue diseñado para partidos o que fuera una apuesta  demasiado alta para las fuerzas con las que contaba. También hay quien ha apuntado que la CNT refundada ya nació con graves taras[7]. En cualquier caso, esa nueva CNT pudo ser dejada pronto de lado sin consecuencias apreciables, salvo en lugares concretos.
Pero igual que sucedió con los partidos de los que dependían, Comisiones y UGT tuvieron que pagar un precio. La imagen de Santiago Carrillo con la bandera bicolor detrás no significaba cambiar un trapo por otro sino reconocer la Monarquía y obligarse públicamente a defenderla. Con ese simple gesto desautorizaba cuarenta años de lucha del PCE, pero la ilusión de futuro de entonces compensaba liquidar todo su pasado de un plumazo.
Lo que se pidió a cambio a los sindicatos mayoritarios fue que ejercieran de “policía laboral”, y a ello se aplicaron con entusiasmo. En apenas un par de años habían acabado con cualquier alternativa que no pasase por sus manos, aunque tuvieran que recurrir a tácticas tan sucias como denunciar a la policía con nombres y apellidos a miembros de piquetes de huelgas que no habían convocado ellos. La derrota la resumía muy sencillamente Miquel Amorós en un texto de 1995: el “Estatuto de los Trabajadores, obra de la patronal CEOE y de la UGT, apoyada con reticencias por CCOO, fue promulgado el 10 de marzo de 1980. Introducía la flexibilidad de las plantillas y suprimía la práctica corriente de las asambleas, pero no para dar mayor protagonismo a los Comités de Empresa legales sino para darlo a las cúspides de las centrales, consagrando los acuerdos verticales (por arriba). El capítulo relativo al derecho de reunión establecía la periodicidad óptima de las asambleas ¡UNA CADA SEIS MESES! Además, su celebración sucedería fuera del horario de trabajo, con un orden del día prefijado y con los asistentes de otras empresas (si los hubiere) previamente anunciados”[8].
Con los años el proceso se agudizó. La única obsesión de CCOO y UGT parecía ser desmovilizar a los trabajadores, cuya única fuerza era, precisamente, su capacidad de movilización, poder poner en jaque estructuras productivas vitales. El mensaje venía a ser “vosotros id tranquilos a cenar el sábado, no os preocupéis por nada, que ya velamos nosotros por vuestros intereses. Dejadlo en nuestras manos”. Y, por supuesto, como en cualquier engaño, siempre hace falta uno que engañe y otro que se deje engañar. La gran mayoría se fue contenta a cenar el sábado, confiada en que las conquistas conseguidas no podían echarse atrás, del mismo modo que se decía que los pisos nunca podían bajar de precio...
Recuerdo a Javier Arenas, ministro de Trabajo del gobierno de Aznar, alabando a Antonio Gutiérrez, líder de Comisiones entonces, y Gutiérrez tan feliz, devolviendo los cumplidos... Pero cambiaron las tornas. Llegó la crisis y solo entonces los dos “interlocutores sociales” (que ya habían renunciado hasta a ser sindicatos) descubrieron que pilotaban dos cascarones huecos. Se habían aplicado con tanta energía a desmantelar la fuerza que podían tener la que nacía de la fuerza de movilización, más allá del paro simbólico de 24 horas , que cuando hicieron sus llamamientos a la resistencia, descubrieron que no había nadie detrás. Y se indignaban cuando Esperanza Aguirre pedía que se eliminasen los “liberados sindicales”, cuando no había otra propuesta más lógica. Ya habían cumplido su misión, desarmar a los trabajadores. ¿Para qué les necesitaban en el futuro? Hicieron su trabajo de bomberos de forma impecable y fueron recompensados muy generosamente. ¿A qué viene ahora quejarse de que todas las cerillas de la caja están mojadas?[9]







[1] Líder es la forma moderna de llamar al jefe. Porque liderar, lo que se dice liderar, no lideran nada. Por ejemplo, Mariano y Pedro mandan, uno más que otro, pero solo porque en este momento uno tiene más poder, no porque esté mejor dotado, basta con ver las que arma cada vez que abre la boca... La cita que sigue es de “Álvarez (UGT): “Nos hemos sentido maltratados por el capital”, El País, 12/03/16. Suena un poco repetitiva, pero no es mi culpa.
[2] El detonante fue un decreto de congelación salarial de noviembre de 1975, obra del ministro Juan Miguel Villar Mir. El suegro de compi yogui, dicho sea de paso. Algunos no han conocido mal año.
[3] Carlos Carnicero Herreros: La ciudad donde nunca pasa nada. Vitoria, 3 de marzo de 1976. Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco, Vitoria-Gasteiz, (2007), p. 106.
[4] Comisaría General de Investigación Social: Boletín Informativo Nº 26, (06/07/76). Citado por Carnicero, p. 80. Hay que aclarar que nunca hubo tal intento de engranaje.
[5] Todo el poder a la Asamblea. Vitoria 3 de Marzo de 1976 en sus documentos. Likiniano Elkartea, (2001), p. 5.
[6] Fue el primero de estos enfrentamientos rituales. Una huelga general de un día carece de sentido. El objeto de la huelga general es, precisamente, hacer caer al gobierno y no tiene límite de tiempo. Se mantiene hasta que triunfa o es derrotada. Pese a lo escrito, reconozco haber participado con entusiasmo en todas las que ha habido desde diciembre de 1988 salvo una, la de 2002, que encontré muy extraña.
[7] Como Miquel Amorós, que se movió por aquel ambiente y casi treinta años después no ahorraba las críticas: “la neoCNT, la casa común de sindicalistas extraviados, aventureros, anarquistas folklóricos y provocadores”. Los incontrolados [crónicas de la españa salvaje 1976 1981]. Klinamen, (Sevilla), 2004, p.9.
[8] Historia de diez años. Esbozo para un cuadro histórico de los progresos de la alienación social. Klinamen, (Sevilla), 2005, p. 96.
[9] Como el texto ha salido muy largo, pronto aparecerá una nota sobre las huelgas de gasolineras de Barcelona que creo que ilustra bien el proceso que aquí se cuenta.