lunes, 28 de marzo de 2016

SINDICALISTAS Y SINDICALISTOS


Josep Maria Álvarez, recién elegido líder de UGT[1], se queja de que “Nos sentimos maltratados. El sindicalismo ha sido maltratado. Porque el capital, los poderosos, saben que primero tienen que acabar con el instrumento que los ha conseguido. El capital y los poderosos saben que para arrebatar nuestros derechos primero tienen que acabar con el instrumento que los ha conseguido: las organizaciones sindicales”.
En fin, el capital y los poderosos llevan más de un siglo atacando a los sindicatos. Y se puede dar con un canto en los dientes, porque en buena parte de ese siglo largo a los sindicalistas se les perseguía a tiros, al menos en España. No. El desprestigio viene del otro lado, de los trabajadores, obreros, currantes, proletarios o incluso productores, como se les llamaba en la prensa franquista. Es un proceso largo pero, en realidad, fácil de explicar.
Históricamente había dos grandes sindicatos en España: la UGT, socialista, fundada en 1888 y la CNT, anarquista, en 1910. Aunque siempre hubo gente en los dos lados que intentó el acercamiento, siguieron trayectorias divergentes hasta la Guerra Civil. Así, durante la dictadura de Primo de Rivera UGT decidió colaborar con el gobierno, mientras CNT se negó y fue ilegalizada. De este modo, mientras la UGT disfrutaba de los beneficios de su colaboración, los anarquistas eran asesinados por docenas por los pistoleros de la patronal y, aunque formaron grupos de acción para combatir el terror con el terror, el saldo fue siempre desigual, nunca llegaron a equilibrar el salvajismo de los patronos.
Había también sindicatos agrarios, católicos o los llamados “amarillos” que eran creación de la propia patronal , pero ninguno tenía una fuerza comparable a la de estos dos.
Tras la guerra, tanto UGT como CNT quedaron prácticamente desarticuladas y aunque hicieron intentos de reorganización, la policía los desbarataba con facilidad, pues los militantes históricos eran bien conocidos y resultaba sencillo seguir sus pasos.
Sin embargo, durante el Franquismo hubo conflictos laborales, más a medida que se acercaba el final del régimen, solo que adoptaron una forma nueva.

Durante la famosa huelga minera de Asturias en 1962, se optó por formar comisiones obreras, que daban paso  a un sistema de organización asambleario, en el que los mineros elegían a sus representantes para la negociación y los acuerdos a los que estos llegasen debían ser refrendados en asamblea para ser considerados válidos. Este sistema, que fue perfeccionándose con el tiempo, demostró ser válido dentro de los estrechísimos cauces  que marcaba el Franquismo y precisamente por su eficacia, las comisiones obreras llamaron la atención del Partido Comunista, que decidió infiltrarlas para ponerlas a su servicio, pues el PCE nunca tuvo un sindicato propio con un mínimo de influencia. La estrategia tuvo éxito, pero hubo trabajadores que vieron la jugada y se negaron a ponerse al servicio de los intereses de un partido, de modo que en algunas fábricas llegaron a coexistir dos comisiones obreras, una fiel al PCE y la otra defensora de los principios asamblearios.

Murió Franco y pareció que se destapara una olla que llevase mucho tiempo al fuego[2]. En enero de 1976 hubo una oleada de huelgas de la que la más espectacular fue la del Metro de Madrid, que fue militarizado, pero la de consecuencias más profundas fue la de Vitoria, aunque en ese momento pasase desapercibida por producirse en una capital de provincia con merecida fama de tranquila. La huelga vitoriana implicó a varios miles de trabajadores de una decena larga de empresas grandes, medianas y pequeñas, y duró dos meses. Últimamente se ha recordado porque se han cumplido cuarenta años de su final trágico, resuelto en cinco trabajadores muertos. Hasta Pablo Iglesias habló de ellos, como de Salvador Puig Antich. Sin embargo, como en el caso de Salvador, se recuerda la muerte pero se olvida cuidadosamente mencionar por qué luchaban, porque es algo que no interesa, un molesto recordatorio de que las cosas podrían ser de otro modo. Ninguno quiere contribuir a reabrir un camino peligroso, porque las consecuencias pueden ser incontrolables, como en Vitoria, donde se empezó pidiendo aumento de sueldo y se acabó poniendo en cuestión todo el sistema. La huelga vitoriana merecería un estudio en profundidad que aún está por hacer, pese a que ha generado una cierta bibliografía , pero aquí me limitaré a mencionar un par de aspectos. Una de sus consignas era Todo el poder a la Asamblea, porque su organización fue asamblearia en todo momento y a todos los niveles, desde pequeñas asambleas de fábrica hasta macroasambleas de varios miles de trabajadores. Esta estructura de funcionamiento impedía en la práctica que ningún grupo u organización pudiera ponerla a su servicio y así, fracasó el intento del PNV por hacerse con el control de la huelga. La propuesta consistía en un fuerte respaldo económico a cambio de otorgarle al Partido la facultad de señalar su finalización[3]. Y por supuesto, la falta de control externo esa falta de cabeza dirigente con la que poder entenderse o a la que, en última instancia, poder acogotar , la volvía imprevisible y, al tiempo, muy poderosa. La Policía ya lo vio claro entonces: “De cuajar tales dispositivos de crearse Comisiones Representativas en toda la nación y realizarse efectivamente el pretendido engranaje entre ellas el avance del movimiento obrero sería práctico y se traduciría opinamos en una prepotencia muy difícil de contener”[4]. El otro aspecto importante es que, pese a las cinco muertes y la vuelta forzada al trabajo, en realidad la huelga consiguió sus objetivos inmediatos. Como cuenta uno de sus protagonistas, con el final trágico no hay ninguna negociación. Económicamente las empresas conceden todo lo que habíamos pedido pero sin negociar absolutamente nada. Incluso los convenios que vinieron los años siguientes fueron los mejores convenios de la historia de la clase obrera en Vitoria como consecuencia de aquella lucha que vino antes[5].
Con esta y alguna otra torpeza, pronto se vio que este primer gobierno de la Monarquía tenía demasiados resabios franquistas como para poder llevar la nave a buen puerto, de modo que, mediado 1976, Juan Carlos se deshace del rígido Arias Navarro, que miraba demasiado hacia el pasado, y pone en su lugar a Adolfo Suárez, mucho más interesado en mirar hacia el futuro, precisamente porque quería deshacerse de su pasado, algo que desde ese momento , se convirtió en moda. La tarea que el Rey encarga a Suárez es conseguir un régimen que sea equiparable a lo que entonces se conocía como Europa Occidental, es decir, los países que eran miembros del Mercado Común y de la OTAN.
Suárez diseñó un sistema articulado en torno a los partidos políticos y tuvo el buen criterio de incluir entre ellos al Partido Comunista aunque en ese primer momento no lo hiciese público , seguramente porque tenía informes fiables sobre su fuerza real, que estaba muy por detrás de su leyenda. Pero si para Suárez era fácil entender el ambiente político no en vano, el Franquismo en el que se crió también tenía sus familias que, a veces, necesitaban un sistema complicado de cesiones, negociaciones y equilibrios para entenderse, al menos en los niveles bajos o medianos , la cuestión laboral le sobrepasaba. Primero, porque de donde él venía, cualquier desencuentro entre patronos y trabajadores se entendía como un problema de orden público. Segundo, porque allí encontraba elementos discordantes y potencialmente peligrosos, como los asamblearios, con los que no cabía ese tipo de arreglos. Así que optó por aplicar el esquema político, el que conocía, para lidiar con el problema.
UGT y Comisiones estaban ansiosas por colaborar y como les parecía que el proceso no avanzaba con suficiente rapidez, crearon un engendro de circunstancias, la COS, que convocó un paro general de un día para el 12 de noviembre de 1976. Eso sí, previamente advirtieron de que su intención no era en absoluto derribar al nuevo gobierno, sino solo hacer una demostración de fuerza[6]. Lo cierto es que tuvieron éxito, mucha gente participó en aquello, aunque sería interesante hacer una encuesta para saber cuántos se arrepintieron después, como tantos que votaron al PSOE en 1982 y perdieron su puesto de trabajo con la Reconversión Industrial...
A partir de ahí, todo vino en cascada. El 28 de abril de 1977 se legalizaron los sindicatos y el 16 de enero de 1978 comenzaron las elecciones sindicales. Entre ambas fechas, en setiembre de 1977, se firmaron los Pactos de la Moncloa.
CCOO y UGT se sumaron con alegría al plan, como lo habían hecho los partidos de los que eran meras correas de transmisión, el PCE y el PSOE. El esquema era el mismo. Las elecciones sindicales otorgarían poder a las cúpulas de las centrales y, por supuesto, dinero para mantener contentos a los suyos. Ahí nació la nefasta figura del liberado.
De los dos sindicatos históricos, la CNT se negó a entrar en el juego. Apostó por el asamblearismo y perdió. Es complicado explicar las causas del fracaso. Desde luego, hubo guerra sucia. Se montó una provocación en toda regla el “Caso Scala”, con la presencia de un confidente infiltrado (Joaquín Gambín) , para criminalizar a la CNT convirtiéndola en una organización terrorista. Se acusó a Rodolfo Martín Villa, entonces ministro de Gobernación, de estar detrás del montaje pero, por supuesto, nunca se pudo probar. De lo que sí hay constancia es de que le preocupaban más los anarquistas que ETA o los GRAPO porque ambos, a diferencia de los anarquistas, tenían jefes con los que era posible entenderse, aunque también es cierto que no es obligatorio caer en provocaciones. Puede que fuera la falta de un partido detrás en un proceso que fue diseñado para partidos o que fuera una apuesta  demasiado alta para las fuerzas con las que contaba. También hay quien ha apuntado que la CNT refundada ya nació con graves taras[7]. En cualquier caso, esa nueva CNT pudo ser dejada pronto de lado sin consecuencias apreciables, salvo en lugares concretos.
Pero igual que sucedió con los partidos de los que dependían, Comisiones y UGT tuvieron que pagar un precio. La imagen de Santiago Carrillo con la bandera bicolor detrás no significaba cambiar un trapo por otro sino reconocer la Monarquía y obligarse públicamente a defenderla. Con ese simple gesto desautorizaba cuarenta años de lucha del PCE, pero la ilusión de futuro de entonces compensaba liquidar todo su pasado de un plumazo.
Lo que se pidió a cambio a los sindicatos mayoritarios fue que ejercieran de “policía laboral”, y a ello se aplicaron con entusiasmo. En apenas un par de años habían acabado con cualquier alternativa que no pasase por sus manos, aunque tuvieran que recurrir a tácticas tan sucias como denunciar a la policía con nombres y apellidos a miembros de piquetes de huelgas que no habían convocado ellos. La derrota la resumía muy sencillamente Miquel Amorós en un texto de 1995: el “Estatuto de los Trabajadores, obra de la patronal CEOE y de la UGT, apoyada con reticencias por CCOO, fue promulgado el 10 de marzo de 1980. Introducía la flexibilidad de las plantillas y suprimía la práctica corriente de las asambleas, pero no para dar mayor protagonismo a los Comités de Empresa legales sino para darlo a las cúspides de las centrales, consagrando los acuerdos verticales (por arriba). El capítulo relativo al derecho de reunión establecía la periodicidad óptima de las asambleas ¡UNA CADA SEIS MESES! Además, su celebración sucedería fuera del horario de trabajo, con un orden del día prefijado y con los asistentes de otras empresas (si los hubiere) previamente anunciados”[8].
Con los años el proceso se agudizó. La única obsesión de CCOO y UGT parecía ser desmovilizar a los trabajadores, cuya única fuerza era, precisamente, su capacidad de movilización, poder poner en jaque estructuras productivas vitales. El mensaje venía a ser “vosotros id tranquilos a cenar el sábado, no os preocupéis por nada, que ya velamos nosotros por vuestros intereses. Dejadlo en nuestras manos”. Y, por supuesto, como en cualquier engaño, siempre hace falta uno que engañe y otro que se deje engañar. La gran mayoría se fue contenta a cenar el sábado, confiada en que las conquistas conseguidas no podían echarse atrás, del mismo modo que se decía que los pisos nunca podían bajar de precio...
Recuerdo a Javier Arenas, ministro de Trabajo del gobierno de Aznar, alabando a Antonio Gutiérrez, líder de Comisiones entonces, y Gutiérrez tan feliz, devolviendo los cumplidos... Pero cambiaron las tornas. Llegó la crisis y solo entonces los dos “interlocutores sociales” (que ya habían renunciado hasta a ser sindicatos) descubrieron que pilotaban dos cascarones huecos. Se habían aplicado con tanta energía a desmantelar la fuerza que podían tener la que nacía de la fuerza de movilización, más allá del paro simbólico de 24 horas , que cuando hicieron sus llamamientos a la resistencia, descubrieron que no había nadie detrás. Y se indignaban cuando Esperanza Aguirre pedía que se eliminasen los “liberados sindicales”, cuando no había otra propuesta más lógica. Ya habían cumplido su misión, desarmar a los trabajadores. ¿Para qué les necesitaban en el futuro? Hicieron su trabajo de bomberos de forma impecable y fueron recompensados muy generosamente. ¿A qué viene ahora quejarse de que todas las cerillas de la caja están mojadas?[9]







[1] Líder es la forma moderna de llamar al jefe. Porque liderar, lo que se dice liderar, no lideran nada. Por ejemplo, Mariano y Pedro mandan, uno más que otro, pero solo porque en este momento uno tiene más poder, no porque esté mejor dotado, basta con ver las que arma cada vez que abre la boca... La cita que sigue es de “Álvarez (UGT): “Nos hemos sentido maltratados por el capital”, El País, 12/03/16. Suena un poco repetitiva, pero no es mi culpa.
[2] El detonante fue un decreto de congelación salarial de noviembre de 1975, obra del ministro Juan Miguel Villar Mir. El suegro de compi yogui, dicho sea de paso. Algunos no han conocido mal año.
[3] Carlos Carnicero Herreros: La ciudad donde nunca pasa nada. Vitoria, 3 de marzo de 1976. Servicio Central de Publicaciones del Gobierno Vasco, Vitoria-Gasteiz, (2007), p. 106.
[4] Comisaría General de Investigación Social: Boletín Informativo Nº 26, (06/07/76). Citado por Carnicero, p. 80. Hay que aclarar que nunca hubo tal intento de engranaje.
[5] Todo el poder a la Asamblea. Vitoria 3 de Marzo de 1976 en sus documentos. Likiniano Elkartea, (2001), p. 5.
[6] Fue el primero de estos enfrentamientos rituales. Una huelga general de un día carece de sentido. El objeto de la huelga general es, precisamente, hacer caer al gobierno y no tiene límite de tiempo. Se mantiene hasta que triunfa o es derrotada. Pese a lo escrito, reconozco haber participado con entusiasmo en todas las que ha habido desde diciembre de 1988 salvo una, la de 2002, que encontré muy extraña.
[7] Como Miquel Amorós, que se movió por aquel ambiente y casi treinta años después no ahorraba las críticas: “la neoCNT, la casa común de sindicalistas extraviados, aventureros, anarquistas folklóricos y provocadores”. Los incontrolados [crónicas de la españa salvaje 1976 1981]. Klinamen, (Sevilla), 2004, p.9.
[8] Historia de diez años. Esbozo para un cuadro histórico de los progresos de la alienación social. Klinamen, (Sevilla), 2005, p. 96.
[9] Como el texto ha salido muy largo, pronto aparecerá una nota sobre las huelgas de gasolineras de Barcelona que creo que ilustra bien el proceso que aquí se cuenta.

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