“Derecha, izquierda, la misma mierda”
(Coreado en una manifestación en Barcelona, poco
antes del 15-M)
Hace unos días he leído un par de entrevistas
interesantes a Owen Jones, que presenta libro nuevo. Reflexiona sobre qué es la
izquierda hoy, cuál debe ser su papel y su posible evolución futura.
El problema de la izquierda empieza con su propia
definición. Según la Real Academia, “En las asambleas parlamentarias, conjunto
de los representantes de los partidos no conservadores ni centristas” y
también, “Conjunto de personas que profesan ideas reformistas o, en general, no
conservadoras”[1].
Lo primero que me llama la atención es que se trata
de una definición puramente negativa: no es conservadora ni centrista. Por
contra, la definición de derecha es mucho más clara: “En las asambleas
parlamentarias, los representantes de los partidos conservadores” y “conjunto
de personas que profesan ideas conservadoras”.
Sí, hay una parte positiva, “que profesan ideas
reformistas”, pero sólo complica las cosas, porque durante los cien años que
van de finales del siglo XIX a fines del siglo XX la izquierda se dividía en
revolucionaria y reformista. Hoy los revolucionarios han sido expulsados de la
definición de izquierda. Primero fueron antiglobalización, hoy son antisistema,
okupas, radicales y, por supuesto, violentos. Desde luego, gente fuera
de lo que los periodistas de orden llaman “el mundo real”, como si hubiera más
de uno. Sólo se oye “izquierda radical” en las voces de los tertulianos de
ultraderecha, pero hay que decir que llegaron a aplicarle la etiqueta al
gobierno de Zapatero.
Me parece un buen reflejo de la realidad. La izquierda no es ni
derecha, ni centro, ni revolucionaria. Es reformista, y por eso gritábamos
aquello que gritábamos en la manifestación... Hace poco ha habido un debate
similar en apariencia cuando Podemos llamó a superar la división en izquierda y
derecha, aunque es evidente que sus motivos eran muy diferentes, casi opuestos.
Pero si vamos más allá del diccionario, ¿cómo se define la izquierda hoy?
Lo primero que cabe señalar es que sólo quien aspira
a tomar el poder necesita definirse o justificarse. El poder se justifica por
sí mismo y a quien lo ejerce le basta con su propia existencia. Lo ha dicho
Rajoy con su torpeza habitual: hay que votar al PP para que no se malogren el
crecimiento económico y la creación de empleo. Zapatero en el 2008, Aznar en el
2000, Suárez en 1977 y 1979 y Felipe González en demasiadas ocasiones, dijeron
cosas parecidas.
Lo segundo es que no hay una definición única que
los partidos de izquierdas y sus seguidores se apliquen a sí mismos, pero lo
que se escucha más a menudo tiene que ver con estar del lado de “los que menos
tienen” o “los más desfavorecidos” y evitar que se pierdan conquistas sociales.
Poco satisfactorio. Cáritas y algunas congregaciones
de monjas están del lado de los que menos tienen, a veces con una dedicación
admirable y, sin embargo, no da la impresión de que se sitúen a la izquierda.
En cuanto a los derechos sociales, yo diría que no se trata tanto de oponerse a
su desaparición como de saber qué estrategia se piensa emplear para conseguirlo
y hasta dónde se está dispuesto a llegar.
La indefinición provoca momentos memorables, como cuando Zapatero y
Rubalcaba defendían que bajar impuestos o dejar de fumar era de izquierdas.
Disparates aparte, el hecho de que la izquierda no sepa lo que es ni tenga
claro lo que quiere conseguir, es un grave problema para los izquierdistas. Sí,
está ese objetivo declarado de lograr “una sociedad más justa, con igualdad de
oportunidades para todos”, pero es tan abierto que permite que cualquiera se
adhiera a él, incluida la derecha más combativa, como está sucediendo en
algunos lugares con los repartos de comida “sólo para españoles”, que es lo que
ellos entienden por todos.
En un debate electoral entre George Bush hijo y Al
Gore el moderador, desesperado tras escucharles un buen rato, les dijo: ¿Pero
se diferencian ustedes en algo? Ya sé que republicanos y demócratas no
corresponden exactamente a derecha e izquierda como se entienden en Europa,
pero me parece revelador. Es cierto que aquí aún hacen el esfuerzo de que los
programas electorales sean distintos, pero la decoloración de la
socialdemocracia como si fuera una pintura barata y el miedo de la derecha a
aplicar su programa hasta el final y provocar la rotura de una goma que ya
parece demasiado estirada, han llevado a que las políticas de unos y otros se
parezcan cada vez más. Cuando Aznar era presidente, los socialistas criticaban
con buenas razones la fragilidad de una economía basada casi en exclusiva en la
construcción. El Gobierno respondía mostrando las grandes cifras, que eran cada
vez mejores. En esto llegó Zapatero al poder y, como los números seguían
cuadrando, se olvidó de lo dicho y no varió una pizca el rumbo. Entonces
sucedió algo curioso: el PSOE practicó la política que había criticado y el PP
criticó la política que había practicado. Se intercambiaron los papeles
mientras miraban hacia otro lado, como si el pasado nunca hubiera existido.
La clave de las contradicciones de la izquierda
reside en el reformismo. La idea de que el sistema es recuperable, de que, como
dicen ellos, podría existir un “capitalismo con rostro humano” (como si la
codicia, la insensibilidad o la pura crueldad no fueran suficientemente
humanas...). Tengo la intención de ocuparme pronto del asunto, pero la obligatoriedad de mantener
un crecimiento anual del 3% conlleva dejar la ética al margen a partir de un
momento[2].
Por ahora me conformo con decir que en un planeta de recursos finitos la idea
de expansión perpetua ha de crear tensiones evidentes a medio plazo, pero los
reformistas creen que podría moderarse. Como no es así aunque ellos crean que
sí, han de encontrar un enemigo malvado
que perturba su desarrollo lógico. Tiene nombre y fecha de nacimiento: el neoliberalismo.
Podemos identificar a los dos villanos que lo impusieron: Ronald Reagan y
Margaret Thatcher, a principios de los 80. Algo debería darles que pensar que
Reagan agotase sus dos mandatos y consiguiera que eligieran al lerdo de su
sucesor ― George Bush padre ― por el único hecho de haber sido su vicepresidente,
pues nada más había demostrado antes ni demostró después, y, de hecho, no fue
reelegido a pesar de comandar una guerra victoriosa, cosa que por allí
gusta mucho. Por su lado, Thatcher fue desbancada del poder por una conjura en
su propio partido, sin haber perdido unas elecciones.
Y si esos datos no les dan que pensar, deberían
revisar su historia oficial, que dice que la gente común no ha hecho más que
perder desde los 80 ― lo cual es cierto ―, pero obvian que en Estados Unidos los reformistas
han conseguido en esas fechas cuatro mandatos (dos de Clinton y dos de Obama) y
en Gran Bretaña el laborismo de Blair derrotó a John Major y tras él vino
Gordon Brown.
Con los neoliberales tengo el mismo problema que con
los neonazis, no consigo distinguir lo nuevo de lo clásico. Pero a diferencia
de estos, que todo el mundo menos ellos mismos coincide en que tanto la versión
nueva como la clásica son repugnantes, la izquierda de verdad, la que sale en
la prensa, contrapone el viejo liberalismo ― que sería bueno, o al menos respetable ― , frente al
neoliberalismo, que es el caldero en el que cuecen todos nuestros males.
Sea como fuere, la idea es que desalojando al
neoliberalismo del poder se puede enderezar el rumbo con algunos retoques. El
problema es que el alcance de los retoques lo calibran los ideólogos, y estos
no están dispuestos a aflojar mucho.
¿Cuál es el límite del reformismo? Hoy parece de
corto alcance. Zapatero se sumió en sus experimentos disparatados pero a la
hora de la verdad, cuando le llamó al orden el hermano mayor, cortó por lo sano
sin remordimientos, “cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste”. Ahora
se cumplen cinco años.
Para calibrar la tolerancia de los antes llamados
“poderes fácticos” hacia los esfuerzos reformistas tenemos un ejemplo
histórico.
Salvador Allende llegó al poder en Chile a finales
de 1970[3].
Tenía un programa reformista bastante avanzado y trató de ponerlo en práctica
vendiéndose lo justo. Para adivinar el comienzo de lo que pasó, basta mirar hoy
a Grecia: primero hubo un boicot económico dirigido desde fuera, con el
gobierno estadounidense presionando para que no se concedieran créditos a
Chile, como hace hoy la Unión Europea. Pero no sirvió, así que empezaron las
maniobras desde dentro, con actos tan incoherentes como que la patronal del
transporte decretase la huelga contra sí misma. Eran intentos de
estrangulamiento en toda regla, aunque no funcionaron porque, pese a las
incomodidades evidentes, aún había mucha gente que conservaba su fe en el
proyecto.
Estas agresiones económicas, aunque sucias, eran
legales ― al menos en apariencia ―, pero pronto siguieron las ilegales. Se alentó,
financió y protegió a la ultraderecha, alguno de cuyos grupos ― de ideología
abiertamente nazi ―, dio rienda suelta a la violencia, pero ni por esas conseguían
derrocar al gobierno. Así que, como todo había fallado, llegó el golpe militar,
preparado y financiado por el gobierno estadounidense, y Allende prefirió morir
a rendirse y se suicidó con la máxima dignidad[4].
El entonces Asesor de Seguridad de Estados Unidos ― y Secretario
de Estado apenas dos semanas después del golpe, seguramente como recompensa por
su labor ―, el infame Henry Kissinger, dijo que no veía razón por la cual se le
debiera permitir a Chile “hacerse marxista” (lo que Allende, por cierto, no
era), meramente por “la irresponsabilidad de su gente”[5].
Es de suponer que hoy ― con una economía absolutamente internacionalizada y
mercantilizada, donde prácticamente nada queda fuera del alcance de la
compraventa ―, con el sabotaje económico externo e interno debería ser suficiente
para doblegar a Grecia. En cualquier caso, si fallasen las buenas maneras y
hubiera que recurrir a las armas, a los griegos no les sonaría tan lejano.
Mientras Allende trataba de independizar a Chile en todos los sentidos, los
griegos sufrían la “Dictadura de los Coroneles”, que había empezado en 1967 y
acabó al año siguiente.
[1] Acepciones
décima y undécima de la edición del 2001, respectivamente. Para los que somos
asamblearios, “asamblea parlamentaria” suena parecido a “alcohólico abstemio” o
“creyente ateo”.
[2] Sobre
el dogma del crecimiento al 3% se ocupa agudamente David Harvey: The Enigma
of Capital and the Crises of Capitalism. Profile Books, (Londres), 2011.
[3] Alguien
dirá que esto es casi la Prehistoria, pero el año pasado lamentábamos el tricentenario
de la rendición de Barcelona como si fuera un asunto de rabiosa actualidad.
[4] Fue el
11 de setiembre de 1973. La carnicería del 2001 en Nueva York y Washington y,
en nuestro ámbito, las coreografías radiotelevisadas del catalanismo, han
sepultado esta infamia en el olvido.
[5] Christopher
Hitchens: Juicio a Kissinger, inicio del capítulo V, traducción directa
del original inglés por Juan Albornoz para el Centro Estudios “Miguel Enríquez”
de Chile.
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