Esta página estuvo en silencio más tiempo del que me
hubiese gustado y el motivo se resume en dos frases bien conocidas: El que
mucho abarca, poco aprieta y No empieces lo que no puedas terminar.
Porque mi propósito original era demostrar que el capitalismo y ― por extensión
―, la sociedad
a la que da forma, o bien están estancados, o en decadencia, o puede que al
borde de la muerte.
Como es fácil comprender, es una tarea difícil y
complicada ― que diría aquel ―, pues es una suposición que va en contra de la opinión
general y para presentarla hay que desmontar muchas ideas que se encuentran
firmemente arraigadas. Así que, tras mucho pelear con él, he decidido abandonar
el plan general y contentarme con dar brochazos aquí y allá, con la intención
de pintar un cuadro que tenga una cierta coherencia, salvo un asunto sobre el
que me extenderé un poco más y que requerirá su propia entrada.
Para empezar, una impresión. A diferencia de lo que
parece indicar el sentido común, las sociedades en decadencia grave suelen ser
muy sofisticadas. Basta pensar en el significado que damos en castellano a
palabras como “bizantino” o “rococó”, que reflejan el refinamiento que
mostraban dos sociedades heridas de muerte. Pienso en ello cuando veo la
perfección inútil de muchas aplicaciones de teléfono móvil, por poner un solo
ejemplo.
En el pasado ha habido sociedades estáticas y
sociedades que necesitaban expandirse. La sociedad medieval era estática en su
teoría, aspiraba a conservar un orden que creía eterno, y fueron sus tendencias
expansivas las que acabaron con ella. Por decirlo de forma sencilla, la llegada
a América supuso una contradicción con sus ideales que fue imposible de
resolver. Por contra, el Imperio Romano, que se fundaba en el aporte continuo
de esclavos, acabó por contraerse hasta desaparecer, precisamente por no haber
encontrado su América.
El capitalismo es un sistema expansivo, como el
romano. A menudo se le compara con una bicicleta: o avanza o se cae. La raíz de
esa necesidad de expansión continua se encuentra en la obtención de beneficio.
Para aumentar el beneficio hay que crecer, pero cualquier crecimiento tiene
límites, de modo que tarde o temprano aparecerá un freno.
El beneficio fue el gran motor de la expansión
capitalista, el que ― por seguir con la imagen ―, acabó por llevarle a descubrir Américas en la
propia América, en África y en buena parte de Asia. Un magnate de la época
podía poseer minas de cobre en Iberoamérica, plantaciones de cacao en África
Occidental y de caucho en el sur de Asia y dedicar parte de sus ganancias a
comprar el arte europeo que se le antojase sobornando a curas codiciosos y
analfabetos o aportando un poco de liquidez a aristócratas sin descendencia,
corroídos por enfermedades contraídas en burdeles.
Sin embargo, era una carrera en la que no podían
ganar todos, lo que obligó a desarrollar el concepto de competencia como
algo sano y enriquecedor, algo que obligaba a aguzar el ingenio. Un acicate a
la creatividad, en suma. Joseph Alois Schumpeter ― uno de los grandes teóricos del nuevo sistema ―, escribió que
la destrucción capitalista era una destrucción creadora[1].
Tenemos aquí planteados los tres elementos que dan
forma al capitalismo: el beneficio, la expansión y la competencia ― entendida
como creatividad ―, y se diría que hoy ninguno de ellos corresponde a la idea con la que
fue concebido.
Comerse los frutos en flor
Es un lugar común que el objetivo de cualquier
empresario es la obtención del máximo beneficio. Es una frase que ha servido
para justificar muchos desmanes pero que, en teoría, también tenía su parte
positiva. La explicaba ― como si fuera un cuento ―, un ideólogo, viejo representante del liberalismo más
clásico, al que regalaron un programa en la TVE de Aznar[2].
Defendía la privatización de los mares, con el argumento de que los
concesionarios serían los primeros interesados en mantener la diversidad
marina, para no perder los caladeros de pesca. Por supuesto, bien sabía él que
estaba mintiendo pues, al mismo tiempo, explicaba las bondades de la globalización,
que es el concepto que ha acabado con esa visión del capitalismo que remite a
cincuenta, setenta o cien años atrás[3].
Porque, desde hace unas décadas, la obtención del
máximo beneficio se ha transformado gradualmente en la obtención del máximo
beneficio inmediato. Por no abandonar el sector primario, frente al ejemplo
virtuoso (y totalmente ficticio) de los privatizadores del mar que cuidarían de
él para poderse aprovechar de su riqueza en años posteriores, está el ejemplo
real de los madereros de la cuenca amazónica.
La selva del Amazonas encierra en sí una enorme
contradicción: siendo como es el lugar que alberga la mayor concentración de
vida vegetal y animal del planeta, sus suelos son muy pobres. Llamados lateríticos
(de la palabra ladrillo), sólo mantienen su fertilidad por el riquísimo aporte
de materia orgánica que reciben, gracias a la descomposición continua y
abundante de plantas y animales. Por tanto, un aprovechamiento inteligente de
su riqueza maderera tendría la forma de una entresaca, el sistema aplicado en
Europa durante siglos, una tala controlada que nunca pone en peligro la
subsistencia del propio bosque, pues está calculada de acuerdo con sus
posibilidades de reproducción, de forma que los bosques a los que se aplica
subsisten cientos de años sin perder su tamaño. Esa sería la obtención ideal del
máximo beneficio, extraer el máximo sin poner en riesgo el conjunto.
Sin embargo, sabemos que en la cuenca amazónica las
cosas no se hacen así. Las talas son indiscriminadas, se arrasa con todo y, una
vez que la tierra está vacía de árboles y otro tipo de vida, se instalan en
ella campesinos que tratan de cultivarla por medios tradicionales para acabar
por abandonarla a los cinco años, una vez que son conscientes de que esa
tierra, sin su aporte de nutrientes, es pasto de la erosión y se vuelve
completamente estéril.
Frente a la teoría bondadosa, los madereros no
tienen ningún interés en conservar el ecosistema pues, una vez arrasada su
porción de selva, saben que podrán invertir sus beneficios en comprar una parte
en cualquier negocio rentable que les ofrezca el planeta, bien sean minas de
oro, alquileres de pisos, cosechas de maíz o teléfonos móviles. El beneficio
inmediato socava las propias raíces ideológicas del capitalismo, al ir
estrechando sus oportunidades de negocio.
Rebañando el fondo del caldero
La expansión del capitalismo se amoldó a la teoría
hasta que llegó la descolonización, allá por los años sesenta. Mientras tuvo a
sus ejércitos detrás se había dedicado a
la extracción de materias primas de las colonias, y basta ver un simple mapa de
los ferrocarriles africanos de entonces para comprobar que básicamente se
dirigían desde las minas o plantaciones al puerto más cercano, a veces con un
ramal que unía la capital administrativa a la costa cuando la ciudad estaba
situada tierra adentro.
El paso siguiente debería haber sido crear un
mercado interior, como se hizo en Europa. Establecer fábricas que produjeran
bienes para ser consumidos allí y vías de comunicación para el transporte de
mercancías y personas. Las ciudades se desarrollarían y acabaría por aparecer
una nueva clase con capacidad de consumo, la famosa clase media. Pero
renunciaron a hacer esa inversión y, simplemente, los grandes grupos se
aseguraron de que el suministro de materias primas estuviera garantizado, con
la colaboración entusiasta de las élites locales y sus nuevos ejércitos, que
tampoco tenían mucho interés en el proyecto de desarrollo de sus gobernados.
Renunciaron a un posible mercado de cientos de millones de consumidores y
decidieron centrarse en el que ya tenían.
Mala combinación. Un espacio cerrado para un sistema
expansivo, su única manera de perpetuarse es extraer más de los que están
dentro, porque la teoría dice que hay que aspirar al máximo beneficio. Tuvieron
que inventar necesidades desconocidas hasta entonces, como el dentífrico para
niños con dientes de leche, y no faltaron médicos que respaldaran tal absurdo.
Para el otro extremo de la pirámide de edad que tampoco consumía demasiado, los
ancianos, se inventaron las preferentes y basuras financieras similares,
vestidas como si fueran inversiones magníficas. O se trataba de normalizar negocios
hasta entonces vergonzantes, como la pornografía, aunque Internet acabó con el
intento. La popularidad de Nacho Vidal da fe de la amplitud de la operación.
Trataron de ampliar el negocio a lo largo y a lo ancho, pero eran intentos
vanos. Rascar los extremos no garantiza un 3% de crecimiento anual...
Entonces los ideólogos, que viven en el mundo limpio de la teoría,
decidieron que una vez expandido el mercado al máximo, sólo cabía reducir los
sueldos de los empleados para mantener la tasa de beneficio, sin darse cuenta
de que esa mayoría de asalariados conforma la mayoría de consumidores, que
calzan los mismos zapatos. Consiguieron que sus consumidores ideales cada vez
tuvieran menos dinero para gastar.
Así que hubo que trasladar la producción de
mercancías a lugares más baratos. Primero fueron los países del Este, después
China y, por fin, lugares aún más baratos, como las cárceles chinas... Después
de eso, obviamente, nada. Otro callejón sin salida.
¿”El hombre es un lobo para el hombre” o “Entre bueyes no hay cornadas”?
¿Qué se hizo de la competencia, el gran dinamizador
del sistema? El asunto de la competencia es el que aparece menos claro a simple
vista. Por un lado hay acusaciones de que empresas del mismo gremio pactan los
precios en secreto. En el ámbito provincial las autoescuelas son un clásico y
en ámbitos estatales son los grandes proveedores de servicios telefónicos. Por
otro se denuncia a conocidas multinacionales por vulnerar las reglas y
aprovecharse de su tamaño para imponer su ley.
Porque hay comisiones y tribunales que velan por el
cumplimiento de las leyes de la competencia y, según la teoría del capitalismo,
habrían de ser innecesarios, pues la famosa mano invisible del Mercado
debería regularla de modo óptimo sin necesidad de más. Pero es evidente que esa
mano sabia jamás ha funcionado. Los Estados Unidos de América ― en teoría los
mayores defensores del “libre mercado” ― llevan más de un siglo aplicando aranceles a las
mercancías extranjeras más baratas que las propias y subvencionando sus
sectores menos competitivos, como la agricultura. Y su alumno más tonto,
la Unión Europea, les sigue de cerca con su PAC[4],
que atenta contra todas las políticas “liberalizadoras” que muestran con la
otra mano, como trileros vulgares. En cualquier caso, por defecto o exceso, el
dogma de la libre competencia tampoco parece gozar de buena salud.
Pues no, el cuadro no tiene ninguna coherencia.
Según informa Cinco Días en su portada del 20 de julio, “Los buenos
datos sobre la marcha de la economía en el mundo y en España configuran un
horizonte bastante despejado para las empresas”. El titular es Tres años de
vacas gordas. Tres años. Mil tristes días que pasan volando... ¿Y después
qué?[5]
[1] Dos
apuntes inquietantes. La frase se parece demasiado a una anterior del
anarquista Bakunin (que, dicho sea de paso, he leído en varias versiones
diferentes) acerca de que la violencia revolucionaria tenía “un matiz creador”
y el propio Schumpeter predijo el fin del capitalismo que, como se diría hoy, moriría
de éxito.
[2] Pedro
Schwartz, que fue dirigente del partido en el que se estrenó Esperanza Aguirre.
Como curiosidad, Pedro Schwartz significa Pedro Negro.
[3] No sé
si en este caso tiene mucho sentido plantearse el dilema gallina ― huevo, pero entiendo que aquí
fue primero el hecho ― la expansión mundial del capital financiero, que no productivo ―, y tras él vino su justificación
teórica, las mundializaciones y globalizaciones con las que tanto nos dieron la
paliza en el cambio de siglo.
[4] La
Política Agrícola Común se aplica de dos formas: a través de subvenciones y de
compra de excedentes. El sistema de subvenciones muchas veces valora la
extensión sobre la producción, con lo que sus grandes beneficiados acaban
siendo gente muy necesitada de ayuda como la fallecida Duquesa de Alba o Mario
Conde. La compra de excedentes conlleva la destrucción de enormes cantidades de
alimentos o su venta a precio de ganga en otros países cuyos mercados
interiores desequilibra.
[5] Al
calor de las informaciones sobre esa extraña debacle que padecen estos días sus
bolsas, comienza a hablarse de una caída del crecimiento del PIB chino. Como ya
comenté en otra entrada, su 7% anual que tanto alabó Rajoy era estar a las
puertas del desastre. Cerremos los ojos...
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