Historiadores serios y otros que no lo son tanto,
afirman con rotundidad que un tal Francisco Franco Bahamonde murió el 20 de
noviembre de 1975 pero, la verdad, yo cada vez lo pongo más en duda[1].
Porque si existió Franco, debía ser alguien que
sobrepasaba la talla humana. Un gigante. Un titán. Un semidiós. Porque tantas
tareas de las que se encargó rebasan el alcance de cualquier mortal y, sin
embargo, los testimonios coinciden sospechosamente en que era más bien un
alfeñique. Él sólo fusiló a decenas de miles, torturó, encarceló, censuró...
Cualquier otro hubiera necesitado la colaboración entusiasta de muchos
seguidores obedientes, pero en este caso no fue así. Es un lugar común que
durante la guerra firmaba las penas de muerte mientras tomaba café. ¿Todas? Lo
dicho, ni el brazo de Hércules unía tal rapidez y firmeza. Se afirma que nunca
se separaba del brazo incorrupto de Santa Teresa que tomó prestado de un
convento, y que hubo una propuesta para hacerle cardenal que él mismo frenó ― sin duda por
humildad ―, pero el milagro de gobernar un país de más de medio millón de
kilómetros cuadrados[2]
durante casi cuarenta años es una tarea mucho más peliaguda que convencer a
unos ángeles para que aren tus campos mientras tú te dedicas a conversar con
Dios.
Hay autores que han intentado romper este laberinto
con la hipótesis de que Franco habría tenido colaboradores humanos, hombres de
carne y hueso que cumplían sus órdenes y que, en algún caso, hasta llegarían a
adelantarse a ellas interpretando la voluntad del Caudillo por su propia
cuenta, pero las pruebas que aportan no resisten el menor análisis. Examinaré
dos ejemplos de presuntos ministros franquistas para que quede clara la
endeblez del argumento. Mencionan a un tal Manuel Fraga, sin darse cuenta del
absurdo de que un hombre pudiera servir a un régimen que prohibió los partidos
políticos por ser la causa de las divisiones entre los españoles y apenas
enterrado su mentor, fundara un partido que hoy dirige los destinos de España.
¿En qué cabeza cabe? El otro supuesto ministro es mucho menos conocido, pero la
contradicción es aún más flagrante. El canario Demetrio Carceller, cuyos
descendientes son los que manejan la cervecera Damm, famosa hoy por su
compromiso inquebrantable con el catalanismo. Absurdo.
Otro dato evidente que me mueve a dudar de la
existencia del personaje es que alguien que ― según la leyenda ―, mandó durante cuarenta años con un poder absoluto,
debería haber dejado algún rastro tangible. ¿Cómo puede ser que este hombre no
tenga un triste monumento en toda la geografía española o solo un puñado, como
dicen algunos rumores sin confirmar? Si hasta un mindundi de provincias como
Carlos Fabra hizo erigir su estatua en un aeropuerto sin aviones para
pavonearse delante de sus nietos... Aunque hace poco leí que no muy lejos de
allí, en un instituto de enseñanza media, habían retirado un escudo franquista
que, la verdad, al verlo en fotografía solo parecía un compuesto artificial de
los escudos de varios reyes antiguos, pero en él no figuraba el rostro de
Franco ni elemento alguno de su escudo nobiliario. Eso sí, guardaba un
sospechoso parecido con el escudo oficial de la época en que se debió construir
el edificio.
Es inquietante la similitud que guarda este hecho
con otros recientes bien documentados. Un presidente de Aragón mandó retirar
del escudo oficial unas cabezas de moros muertos que llevaban allí unos cuantos
siglos para evitar que alguien se ofendiera, aunque al hacerlo quedó una cruz
que tiene la misma capacidad de ofensa. Siendo Xavier Trías alcalde de
Barcelona, desapareció de la fachada del ayuntamiento una alusión muy incómoda
a una constitución española antigua porque, como es sabido, los historiadores
oficiales de esta parte han decretado que ningún catalán ha podido jamás
sentirse identificado con una constitución que no sea la de la futura república
catalana, aún por escribir.
Hechos que, tomados juntos, llevarían a una
conclusión sorprendente, la de que si se hace desaparecer un vestigio del
pasado, el propio pasado desaparece con él[3].
A los que las palabras Gran Hermano les evoquen algo más que un programa
de televisión ya un poco revenido, les podría recordar a un tal Winston Smith
ante su escritorio, dedicado disciplinadamente a cumplir con su labor. Antes de
descubrir que había otras alternativas y buscarse así su propia desgracia,
claro.
[1] También
se ha escrito que en realidad murió el día 19, pero no se anunció hasta el día
siguiente por dos razones. Una, para que coincidiera con la fecha del
fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera y la otra, que es la que más me
gusta, para evitar una curiosa coincidencia: si se suman la fecha del inicio de
la Guerra Civil (18/07/36) y la de su final (01/04/39) se obtiene el 19 de
noviembre del 75.
[2] Sin
contar las colonias en África, que aumentaban con creces su superficie incluso
cuando solo quedaba el Sahara, en el momento de su presunta muerte.
[3] Si
prosperase la doctrina Colau sobre el genocidio, de la que espero ocuparme
pronto, me temo que en un futuro la fachada de la Universidad de Salamanca, el
Castillo de la Mota y otros cuantos lugares dejarían de ser como los
recordamos.
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