martes, 21 de mayo de 2019

BUENAS INTENCIONES





Antes de tener a mi disposición este maravilloso juguete, cuando leía algo en la prensa digital que me inquietaba demasiado, solía escribir un comentario de esos que están permitidos a los lectores. A decir verdad, no fueron demasiados. Calculo que no llegaron a quince en total, a repartir entre tres o cuatro medios. (En cada uno usaba una firma pero no era por jugar al despiste sino más bien porque pensaba que cada uno iba dirigido a un público diferente y trataba de que resultase un guiño a potenciales lectores aunque confieso que no sé si tuve éxito o no).
Pero era una práctica que nunca me satisfizo. Es cierto que la limitación del espacio era un acicate para practicar el arte de la condensación, pero muchas veces eran demasiados asuntos a rebatir en pocas palabras y no quería acabar escribiendo siete comentarios seguidos porque no me gustaba cuando lo hacían otros. Tampoco me convencía el hecho de que comentarios inteligentes quedaran sepultados entre un montón de basura sin que se les prestara la atención que merecían. En ese caso mis comentarios eran intentos de rescatar lo mejor de estos con la idea de volverlos de actualidad por ver si sus buenas ideas recibían mejor pago. Así que en cuanto tuve mi propio “medio”, cesé casi por completo de comentar.
Casi. Porque no hace mucho, en uno de esos espacios aparte que publica El País y que no sé si calificar de revistas o suplementos, alguien cometió un grave atentado contra la etimología y me pareció que estaba en mi mano ofrecer una respuesta clara y contundente que podía ser leída por mucha gente y no lo pensé más... La verdad es que fue una experiencia satisfactoria. Fue leída, entendida, citada y apoyada con pulgares hacia arriba[1].
El caso se ha repetido. He leído en Retina, uno de esos apartes de El País, una paradoja muy fácil de poner en evidencia en poco espacio y he pensado que el comentario reservado al lector era el lugar más adecuado para hacerlo.
Y me he quedado con las ganas...
No he encontrado forma de enviar un comentario y tampoco parece haberlos. Bien puede ser que me equivoque y estén ahí, al alcance de una vista menos caprichosa que la mía. En cualquier caso ya es tarde, tendrá que ser una entrada aquí. Perderé la capacidad de llegar a la enorme masa de lectores de El País pero a cambio quedará a disposición de cualquiera que le interese por tiempo indefinido[2].

Según un viejo dicho, el camino al Infierno está empedrado de buenas intenciones.
Sucede que he encontrado un artículo que alerta sobre el peligro de los anglicismos, algo que me preocupa desde los años noventa del siglo pasado, cuando lo que hacía muchísimo que era una amenaza latente comenzó a convertirse en una plaga.
Está claro que cuando un idioma goza del viento favorable invade los idiomas que encuentra. José Cadalso alertaba contra la invasión de galicismos que se sufría en su época y es cierto que si hoy hemos incorporado neologismos de entonces como bidé, también lo es que palabras como epatar aún se usan con mucho cuidado, probablemente porque el francés no era la lengua de influencia cuando transcendieron determinados círculos.
Resulta curioso comprobar que en la década de 1920 en España no se practicaban deportes sino “sports” y a los famosos no se les hacían entrevistas sino “interviews”. Incluso he leído en publicaciones de época conjugaciones del monstruoso verbo “interviuvar”[3]. Por suerte, fue una moda que se consiguió revertir, seguramente porque entonces era un goteo y no una avalancha.
El artículo[4] comienza señalando los peligros evidentes: “pérdida cultural, peor comunicación entre los hablantes y, en último caso, empobrecimiento económico. Y la causante, la invasión de extranjerismos, fundamentalmente debido al auge de la tecnología”. (Para gustos los colores, pero me sobra la alusión a la economía. Siempre me han dado mucha risa los que evalúan el impacto de la lengua en términos del PIB. No hay mejor manera de demostrar que no se entiende nada).
Después se centra “en la proliferación de anglicismos en nuestra lengua. No es un proceso nuevo. Pero al mismo tiempo, es distinto debido al actual ritmo de la comunicación, a la inmediatez y a la ausencia de fronteras en un mundo global y acelerado[5]”.
Y aquí viene lo bueno, la esencia, aunque me temo que encuentro errores de coordinación en su defensa del idioma[6]: Algunos lingüistas alertan, además de que la influencia actual del inglés no se da solo (ni es la más preocupante) en el léxico, sino que también se producen en otros niveles de la lengua, como el gramatical. Y esta no es cosa menor (o dicho de otra manera, es cosa mayor que diría el expresidente Mariano Rajoy). “La gramática es la columna vertebral de la lengua”, aseguró recientemente a Verne Pedro Álvarez de Miranda, miembro de la RAE.”Podemos incorporar una palabra y luego dejar de usarla si ya no es útil, pero los cambios de la gramática afectan a toda la lengua”.
Completamente de acuerdo. Pero...

Copio literalmente un recuadro del artículo titulado “Descubriendo el Mediterráneo”:

Al día. “Parece que si no usas esas palabras no estás al día”, advierte Antonio Rodríguez de las Heras, quien asegura que el anglicismo tiene un punto de no retorno en el que la palabra castellana deja de tener validez, como en el caso de app.

Parece de broma, ¿verdad?
Para alertarnos del peligro de los anglicismos utiliza uno en el nivel gramatical, que es el más peligroso según Álvarez de Miranda.
Por supuesto, la traducción castellana correcta de point of no return es punto sin retorno. Punto de no retorno es una monstruosidad en el nivel gramatical que permite futuras construcciones como “café de no azúcar”.
La verdad es que tal y como está entrecomillado no queda claro quién es el autor de esta coz al idioma que pretenden defender, si el periodista o el catedrático de Comunicación de la Universidad Carlos III. Tanto da, no lo quiero saber.
Además de lo del camino infernal, bien se dice que líbreme Dios de mis amigos, que de mis enemigos me libro yo[7].




[1] Lo diré en endecasílabos con rima consonante: no me hubiesen importado un carajo de haber sido pulgares hacia abajo.
[2] Durante esa época también publiqué comentarios en YouTube. Uno de ellos era una pregunta relativa a uno de los pioneros de la recuperación de la Música Antigua. Hoy día, en los comentarios al video en cuestión figura la amable respuesta de alguien pero no la pregunta. Supongo que él y yo somos las únicas personas del mundo que entendemos su respuesta porque la pregunta era muy concreta y la respuesta se ceñía a ella.
[3] Que figuraba en el diccionario de la academia del 2001, aunque parece que en el último se han deshecho de ella. Ya les ha costado...
[4] Guillermo Vega: “Decir ‘story telling’ en vez de ‘narrativa’ no te hace más listo y puede dañar tu cultura”. Retina, 08/05/19.


[5] Creo que olvida el motivo más importante: la ignorancia. Que suele ser al mismo tiempo del inglés y del castellano. Un ejemplo: cuando comenzó el interés en España por la NBA, la liga profesional de baloncesto de EE.UU., cuando un jugador conseguía una cifra doble en una casilla de sus estadísticas algunos comentaristas comenzaron a utilizar la espantosa expresión dobles figuras. Cualquiera con un mínimo conocimiento del inglés (y basta con dos semanas de estudio) sabe que el adjetivo se coloca antes que el sustantivo y el diccionario más pobre de los existentes aclara que uno de los significados de figure es cifra. De este modo el sencillo “cifras dobles” se transformó en las terribles “dobles figuras”. 

[6] Y para mi gusto también de puntuación, aunque reconozco que soy bastante incoherente en su uso.
[7] Por cierto que al final he descubierto que sí que había comentarios. Nada menos que treinta y dos. Leídos todos, a ninguno parece haber escandalizado el “punto de no retorno”.

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