Tengo la impresión de que Josep Maria Espinàs es tan
conocido en Cataluña como desconocido fuera de ella. Hombre ya anciano, le
gusta caminar y reunir sus caminatas en libros y también escribe una columna en
El Periódico en la que suele ensartar simplezas, una tras otra, como si
fueran argumentos de una lógica impecable. Un ejemplo similar sería Rosa
Montero.
Normalmente no hago el menor caso de sus sabias
enseñanzas, pero sucede que ha dado en tratar un asunto que me interesa mucho, la
abstención electoral[1].
Como ejemplo de su forma de envolver el vacío en
solemnidad sobra con la primera frase: “Ante cualquier propuesta ― política,
profesional o familiar ― puede haber partidarios, contrarios e indiferentes”.
El problema es que su claridad de ideas se va
apartando del camino, y en el tercer párrafo ya parece haberse perdido: “En el
ámbito de la política, hay propuestas diversas y una parte de los posibles
votantes se abstendrá. Este derecho a la abstención, sin embargo, no se ejerce ― al menos
pienso que no se podría ejercer ― sin perder el derecho a protestar de un resultado
que no gusta”. Ofrece un ejemplo: “Si la mujer le pregunta al marido que (sic) prefiere
para cenar, y la respuesta es “tú misma”, es absurdo quejarse después si el plato
que le presentan no le gusta. La abstención invalida cualquier protesta por un
resultado”. (Aquí se nota la edad: ¡Cuánto mejor hubiera quedado el párrafo de
ser el marido quien preguntara a la mujer!)
Esto de que quien se abstiene no puede protestar es
un argumento tan viejo como falso, derivado de un concepto equivocado de lo que
significa la abstención, no sé si nacido del error o de la mala fe. Se habla
aquí, claro, del abstencionismo activo, entendido como postura personal nacida
de una reflexión, lo que excluye a aquellos que van a votar o no, dependiendo
de que sea un día soleado o nuboso. En la práctica se abstienen, pero el hecho de
que otras veces voten, para mí les incluye en la categoría de los votantes. Inconstantes
o infieles, pero votantes al fin.
Tampoco es abstencionista quien vota blanco o nulo, aunque no vote a
un partido, puesto que vota. Esto, que parece evidente, es la clave del asunto,
porque es lo que marca la diferencia clara entre las posturas y lo que pone al
descubierto la trampa.
No se preocupe Espinàs: los abstencionistas jamás
protestamos un resultado. Sabemos que las diferencias nunca son fundamentales
sino de matiz. De talante, como diría el triste Zapatero. Unos aplican la
reforma laboral con entusiasmo y los otros a regañadientes, pero ninguno desoye
los consejos de los amigos de Berlín o de Washington, por no hablar de su
afición por indultar banqueros o dejar que prescriban las multas que se les
imponen.
No. Lo que los abstencionistas denunciamos es el
método, ese del que el poco sospechoso Joaquín Estefanía decía que “permite
votar pero no elegir”. Como en nuestra modesta y seguramente equivocada
opinión, las cartas están marcadas por el que reparte, nos negamos a sumarnos a
la partida. Desde nuestro punto de vista, el ejemplo habría que reformularlo
así: “El marido le pregunta a la mujer qué prefiere para cenar y ella responde:
“puesto que te gusta ir a la pocilga a cocinar comida caducada en una olla
oxidada, tú mismo, pues no la pienso probar”.
En realidad, quien no tiene derecho a protestar es
el que apuesta y pierde, el votante frustrado, y creo que esa es la razón
última de un argumento tan ridículo, atacarnos a nosotros como cortina de humo para
no tener que justificarse ellos. En cualquier caso, siempre hay algún tonto que
se traiciona y en una noche electoral acaba por decir aquello de que “Hitler
llegó al poder a través de unas elecciones” para desacreditar al rival. Lo
cual, tampoco termina de ser cierto, pues Hitler consiguió su posición gracias
a un enorme error de cálculo de algunos partidos tradicionales que pensaban que
le podrían manejar fácilmente... y raro será que no se levante otro tertuliano
y ensarte el otro topicazo para compensar: “Churchill decía que la democracia
es el peor sistema posible, con la excepción de todos los demás”.
Lo curioso es que algunos demócratas tienen un
concepto extraño de la democracia, que es maravillosa cuando ganan los suyos y
sospechosamente manipulada cuando ganan los otros. Decir que los
abstencionistas no tienen derecho a quejarse legitima, por oposición, que los
votantes sí lo tienen. El ejemplo más repugnante que se me ocurre suena muy
remoto, aunque no es lejano en el tiempo. Remite a cuando en las empresas se
proponía hacer huelga y esta propuesta triunfaba en la votación. Entonces, los
que habían votado que no y habían perdido, en lugar de acatar la decisión de la
mayoría ― que eso y no otra cosa es la democracia ― invocaban un fantasmal “derecho al trabajo”, que no
significaba que cualquiera que desease trabajar tuviera dónde, sino que la
policía garantizase a palos su condición de esquiroles, frente a la mayoría de
votantes.
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