jueves, 11 de diciembre de 2014

PALABRAS PARA UNA CRISIS

I.
Allá por los tiempos felices en que parecíamos millonarios gracias al crédito fácil, los ideólogos estaban muy preocupados porque la población seguía teniendo mala imagen de los empresarios. Para dar la vuelta a la situación inventaron un nuevo concepto, emprendedor, que hasta entonces sólo significaba “que emprende con resolución acciones dificultosas o azarosas”. La idea era sustituir la palabra desprestigiada por otra con connotaciones positivas, como en otras lenguas existe, por ejemplo, capitanes de empresa.
Los medios se volcaron en ella y, de la noche a la mañana, el viejo empresario pasó a ser el nuevo emprendedor. Creo que se juntaron ahí consignas discretas transmitidas desde los despachos de algunos directores con esa extraña afición que tienen los periodistas por reproducir lo que les parece lenguaje actual, aunque carezca de valor (“saltar todas las alarmas”, “cruzar las líneas rojas”, “ha venido para quedarse”) o sea directamente incorrecto (deflagración por detonación). Por si acaso, los gobernantes no olvidaron el viejo sistema de adoctrinar a la infancia y aparecieron planes para introducir una asignatura escolar de “emprendimiento”, una canción que volvemos a escuchar hoy.
Pero el éxito fue sólo relativo. Si bien obtuvo una victoria que al principio parecía total, con el tiempo volvieron los empresarios y los emprendedores quedaron reducidos a los jóvenes empresarios, en especial aquellos que reproducían el modelo de lo que en inglés llaman “El mito del garaje de Silicon Valley”. Es decir, uno o varios jóvenes sin experiencia tienen una idea brillante y, frente a la indiferencia general, trabajan sin descanso hasta que consiguen que el mundo reconozca su talento y les premie haciéndoles multimillonarios antes de cumplir los cuarenta.
A fuerza de buscar, encontraron algunos, pero con el tiempo han acabado por hundirse estrepitosamente, como Jenaro García y su Gowex o, simplemente, se los ha tragado la tierra.
Ahora la cosa se ha complicado un poquito más con el parto de un nuevo engendro, las “start-ups”, cuyo significado concreto confieso ignorar (en inglés sería “arrancar” o “echar a andar”) pero que, por lo que observo, se aplica sobre todo a Internet y a las aplicaciones para teléfonos inteligentes.

II.
Llegó la crisis y nuestra fortuna de papel se la llevó el viento. Miles de personas perdían su trabajo a diario, los negocios quebraban y las calles se llenaron de tiendas, talleres, oficinas y viviendas con carteles de venta o alquiler. La alegría anterior se transformó en pesimismo, la moral colectiva estaba por los suelos y los ideólogos se emplearon a fondo para levantarla. El intento de pintar la situación como mejor de lo que era la suave desaceleración, la recuperación inminente, los brotes verdes sólo sirvió para hacer mofa de un gobierno que perdía prestigio a cada hora que pasaba, de modo que decidieron que lo mejor era inyectar optimismo.

Eran los tiempos del “Esto lo arreglamos entre todos”, una campaña que resultaba insultante porque la protagonizaba gente que ya tenía su vida muy bien arreglada, y como los resultados fueron muy escasos, un nuevo concepto acudió en su ayuda, reinventarse.
Fue un buen hallazgo, durante una temporada la reinvención parecía la cura de cualquier mal. Los medios la acogieron con entusiasmo, recuerdo una portada de El Periódico que anunciaba que “Los Pirineos se reinventan”.
Había dos modelos de historias personales. El primero era el de un profesional bien remunerado que renunciaba a su cómoda posición para perseguir el sueño de su vida, que no tenía nada que ver con su ocupación anterior. El ejecutivo de una multinacional se reinventaba como guía de alta montaña de la noche a la mañana. El segundo era un parado o asalariado modesto que montaba un pequeño negocio con mucha ilusión y animaba a todo el mundo a hacer lo mismo.
Aunque no ha desaparecido por completo, la reinvención ha perdido mucha presencia con el tiempo. Es sospechoso que los periodistas no hayan vuelto a entrevistar a los protagonistas de los titulares de entonces, pero cabe suponer que le habrá ido mejor al ejecutivo en su retiro dorado que a la peluquera en su tienda de artesanía.

III.
Hay que hacer un esfuerzo de memoria para recordar cuándo empezó la crisis. ¿Estamos en su sexto, séptimo u octavo año? Es una pregunta difícil. El gobierno dice que las cifras importantes se recuperan con fuerza y que se está creando empleo. Sin embargo, hay más parados que antes de la reforma laboral. El empleo que se crea es sólo un ajuste: el abaratamiento de las indemnizaciones provocó una borrachera de despidos tal que muchos empresarios despidieron de más y ahora se han dado cuenta de que se les fue la mano y han tenido que volver a contratar.
Descontado ese efecto, el empleo no mejora y, una vez más, los ideólogos han de salir a explicarlo. El punto de partida de su análisis es que los empresarios desean crear el máximo número de puestos de trabajo posible, por tanto el problema no está en ese lado. Hay una acusación zafia y cruel que se repite de vez en cuando: los parados no se mueven lo suficiente y prefieren vivir del subsidio. Es un argumento muy burdo, que provoca rechazo y lleva a contradicciones tan estúpidas como que los expertos afirmen que el uso de Internet es básico para encontrar empleo mientras algún político dice que cómo se atreven a quejarse parados que tienen conexión a Internet en casa. Esta vía es poco popular, así que sólo reaparece de vez en cuando, entre portavoces de la patronal y políticos de autoridad municipal.
Más eficaz resultó insistir en la formación continua, el reciclaje y la cualificación. La formación continua para los trabajadores con empleo y el reciclaje para los parados se ha revelado, además, como una gran fuente de ingresos irregulares para las patronales y los sindicatos subvencionados que las monopolizaban.
La falta de cualificación ha sido una buena explicación hasta que la gente la ha tomado en serio y se ha dedicado a estudiar y conseguir certificados. Desde entonces ya no sirve y ha llevado a inventar el concepto contrario, la sobrecualificación, en un intento de conciliar opuestos. Mala es la falta y malo el exceso, aunque se guardan mucho de explicar cuál es el punto exacto.

El último hallazgo en el cajón de las excusas es la empleabilidad, y hay que reconocer que está cerca de la perfección. Si consigues un trabajo es porque tienes empleabilidad y si no te lo dan, es porque te falta empleabilidad. Evidente, como aquellos médicos de Molière que explicaban que el vino hacía dormir porque tenía “virtud dormitiva”. Nadie sabe en qué consiste, cómo ni dónde se adquiere, pero deja una cosa muy clara: si no tienes trabajo, es culpa tuya.

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