El otro día recordaba a Carlo Giuliani, asesinado por los carabinieri
el 20 de julio del 2001 mientras participaba en una protesta contra la
globalización.
Por aquel entonces asistíamos a una revolución en las
comunicaciones que parecía impresionante y que los adolescentes de hoy
encontrarían risible. Yo había estrenado teléfono móvil, de tamaño similar al smartphone
que utilizo ahora pero diseñado con un poco de sentido común, de forma que en
los cinco años que estuvo conmigo jamás se me cayó al suelo. Otro detalle que
puede parecer mentira es que pese a que le daba buen uso, apenas necesitaba
cargarlo un par de veces por semana. Eso sí, sus prestaciones se reducían a las
llamadas y los SMS, de los que cabían veinte en cada bandeja y cuando se
alcanzaba la cifra mágica tenías que borrar para que entraran los nuevos. A
principios de siglo no había más nubes que las que nos cubrían...
Mi amigo estaba más avanzado que yo y disponía de conexión a Internet
en su ordenador casero y coincidió que aquel verano mi compañía telefónica hizo
un alarde tecnológico tal que me permitía recibir en el teléfono correos
electrónicos como si fueran mensajes sin costo para el emisor, aunque de
extensión muy cortita. Una especie de premonición de lo que acabarían siendo WhatsApp
y Twitter pero en versión cazurra.
Aquel fin de semana sometimos a dura prueba a ambos. Mi móvil era de
prepago y mis finanzas escasas, así que me tocaba visitar de vez en cuando el
estanco para recargar de veinte en veinte euros. El fumador acomplejado
Zapatero aún no había llegado al poder y el tabaco era barato, así que cuando
el estanquero veía que sacabas el móvil del bolsillo se le iluminaba la mirada.
Recuerdo que aquel fin de semana me tocó dar un paseo hasta el único estanco
que abría el domingo donde vivía entonces.
Era tal nuestra indignación que mi amigo pronto abandonó el ordenador
y se lanzó al teléfono porque sentíamos mucha necesidad de expresar nuestra
mezcla de asco, estupor y hartazgo. Recuerdo que buena parte de la artillería
la concentramos en las crónicas de la enviada especial de RTVE. Todo era
criticable en ella, desde su dicción impostada de aspirante a pija[1]
hasta su visión esperpéntica del asunto, pasando por su vestimenta a todas
luces inapropiada. Era tan risible que su nombre se me quedó grabado para
siempre.
Se llamaba Letizia Ortiz.
[1] En
inglés hay una palabra que me encanta para definir a este tipo de gente, los wannabe,
los que quieren ser pero se les nota demasiado.
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