Viví en
Edimburgo a mediados de los 90 del siglo pasado y hubo tres cuestiones que me
llamaron mucho la atención. La primera fue que gente adulta compartiera piso no
por afán de tener compañía sino por cuestiones económicas, porque su sueldo no
les llegaba para vivir solos. Recuerdo el caso de un amigo electricista de
treinta y tres años, divorciado y con dos hijas, a quien no le llegaba el
sueldo para alquilar un piso pese a tener diez empleos. Sí, claro, eran empleos
de dos, tres o como mucho cuatro horas a la semana en cada sitio, las cuentas
salían, pero a mí me resultaba muy extraño. Por supuesto, resulta mucho más
explicable veinte años después, cuando lo de los minijobs, riders,
el low cost y demás cuentos nos entran cada día por ambas orejas...
Las otras dos no
tienen que ver con temas económicos ― al menos en
apariencia ― sino culturales. Me resultaba increíble
ver a adultos que llevaban la camiseta de un equipo de fútbol. Y no pocos,
había pubs que impedían la entrada a los que las llevaban por razones
fáciles de imaginar. Rivalidad deportiva más alcohol pues, en fin... En España
era impensable entonces. Sólo los niños llevaban equipaciones deportivas porque
ese día tenían clase de Educación Física pero no tardó mucho en importarse la
costumbre. En 1998 el Real Madrid ganó la Champions League y en Vitoria,
donde yo vivía entonces, muchos madridistas aprovecharon la ocasión para “salir
del armario” luciendo la camiseta de su equipo. Es mi primer recuerdo de algo
que se pareciese a una noche de sábado en Edimburgo en cuestión de lucir
indumentaria deportiva.
El tercero,
igual de frívolo, tenía que ver con los musicales. Ya se sabe, esa suma de
teatro cutre con canciones ramplonas mal cantadas. En Edimburgo eran la
verdadera fuente de financiación de los teatros. Recuerdo haber convencido a
mucha gente para ir a ver a los Gabrieli Consort & Players de Paul McCreesh
que rendían homenaje a Henry Purcell en el tercer centenario de su muerte y
pese a haber comprado las entradas más baratas porque éramos más pobres que las
ratas, acabar sentados en los mejores sitios porque gente de la organización
nos dijo que aquella parte iba a estar totalmente vacía. Mientras tanto había
que reservar con semanas de antelación para ver un musical medianejo... Mi
reacción fue la de Obelix, “están locos estos romanos”, pero no faltó mucho
para que un disparate completo se hiciera dueño de la taquilla en España (“El
hombre de la Mancha”, un musical absurdo dedicado a Don Quijote y protagonizado
por una pareja tan surrealista como Paloma San Basilio y José Sacristán) y a
partir de ahí los musicales entraran por la puerta grande sin que hayan faltado
los dedicados a Mecano o a Mortadelo y Filemón...
Dicen que cuando
las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar y aprovechando que ahora
se oyen disquisiciones tan raras sobre los delitos de terrorismo y rebelión
quería compartir con vosotros una historieta que me ha sonado un poco extraña y
de la que me he enterado hace pocos días por casualidad y que quizá tiene algo
que ver con esto o quizá no, vosotros juzgáis.
Una larga cuenta
atrás
John Warnock
Hinckley era un auténtico pirado. Era el clásico hijo tarambana
que pese a haber tenido suerte al nacer, pues pertenecía a una rica familia
petrolera, sus padres no consiguieron “hacer carrera” de él. Obsesionado con
ese boniato de película titulada “Taxi driver”, se enamoró locamente de Jodie
Foster y trató de llamar su atención de todas las maneras, sin conseguirlo de
ninguna. Así que para que se fijase por fin en él se planteó el mayor reto,
asesinar al presidente de los Estados Unidos de América, que entonces era
Ronald Reagan. Se plantó delante de un hotel donde acababa de hablar y a la
salida de este hizo fuego con el arma corta que llevaba e hirió de rebote a
Reagan y además al oficial de policía Thomas Delahanty, al agente del servicio
secreto Timothy McCarthy y al secretario de prensa James Brady pero los cuatro
sobrevivieron a sus heridas. El peor parado fue Brady, que quedó en silla de
ruedas y con problemas para pronunciar discursos.
Hinckley fue
considerado enfermo mental y recluido en una institución de la que no ha salido
hasta treinta y cinco años después, en 2016, con sesenta y un años cumplidos.
Vive en casa de su madre, de donde tiene prácticamente prohibido salir.
La sentencia
causó un revuelo considerable y llevó a revisar la ley que consideraba las
eximentes por locura reduciéndolas drásticamente y algunos estados llegaron a
eliminarlas por completo. Pero esto no es lo que más me ha llamado la atención,
aunque recuerde mucho a lo que escuchamos hoy respecto a la prisión permanente
revisable.
Lo que me ha
parecido una nota para el futuro más o menos cercano es que el herido James
Brady murió en 2014, a punto de cumplir setenta y cuatro años, treinta y tres
después del tiroteo y el juez ha dictado que la causa de la muerte fue
homicidio. Y Hinckley sólo se ha librado de ir a la cárcel por haber sido
declarado oficialmente loco.
Pero a mí me da
que no es el único, aunque los otros no estén diagnosticados...
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