miércoles, 25 de abril de 2018

SEÑALES


Viví en Edimburgo a mediados de los 90 del siglo pasado y hubo tres cuestiones que me llamaron mucho la atención. La primera fue que gente adulta compartiera piso no por afán de tener compañía sino por cuestiones económicas, porque su sueldo no les llegaba para vivir solos. Recuerdo el caso de un amigo electricista de treinta y tres años, divorciado y con dos hijas, a quien no le llegaba el sueldo para alquilar un piso pese a tener diez empleos. Sí, claro, eran empleos de dos, tres o como mucho cuatro horas a la semana en cada sitio, las cuentas salían, pero a mí me resultaba muy extraño. Por supuesto, resulta mucho más explicable veinte años después, cuando lo de los minijobs, riders, el low cost y demás cuentos nos entran cada día por ambas orejas...
Las otras dos no tienen que ver con temas económicos al menos en apariencia sino culturales. Me resultaba increíble ver a adultos que llevaban la camiseta de un equipo de fútbol. Y no pocos, había pubs que impedían la entrada a los que las llevaban por razones fáciles de imaginar. Rivalidad deportiva más alcohol pues, en fin... En España era impensable entonces. Sólo los niños llevaban equipaciones deportivas porque ese día tenían clase de Educación Física pero no tardó mucho en importarse la costumbre. En 1998 el Real Madrid ganó la Champions League y en Vitoria, donde yo vivía entonces, muchos madridistas aprovecharon la ocasión para “salir del armario” luciendo la camiseta de su equipo. Es mi primer recuerdo de algo que se pareciese a una noche de sábado en Edimburgo en cuestión de lucir indumentaria deportiva.
El tercero, igual de frívolo, tenía que ver con los musicales. Ya se sabe, esa suma de teatro cutre con canciones ramplonas mal cantadas. En Edimburgo eran la verdadera fuente de financiación de los teatros. Recuerdo haber convencido a mucha gente para ir a ver a los Gabrieli Consort & Players de Paul McCreesh que rendían homenaje a Henry Purcell en el tercer centenario de su muerte y pese a haber comprado las entradas más baratas porque éramos más pobres que las ratas, acabar sentados en los mejores sitios porque gente de la organización nos dijo que aquella parte iba a estar totalmente vacía. Mientras tanto había que reservar con semanas de antelación para ver un musical medianejo... Mi reacción fue la de Obelix, “están locos estos romanos”, pero no faltó mucho para que un disparate completo se hiciera dueño de la taquilla en España (“El hombre de la Mancha”, un musical absurdo dedicado a Don Quijote y protagonizado por una pareja tan surrealista como Paloma San Basilio y José Sacristán) y a partir de ahí los musicales entraran por la puerta grande sin que hayan faltado los dedicados a Mecano o a Mortadelo y Filemón...
Dicen que cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar y aprovechando que ahora se oyen disquisiciones tan raras sobre los delitos de terrorismo y rebelión quería compartir con vosotros una historieta que me ha sonado un poco extraña y de la que me he enterado hace pocos días por casualidad y que quizá tiene algo que ver con esto o quizá no, vosotros juzgáis.

Una larga cuenta atrás
John Warnock Hinckley era un auténtico pirado. Era el clásico hijo tarambana que pese a haber tenido suerte al nacer, pues pertenecía a una rica familia petrolera, sus padres no consiguieron “hacer carrera” de él. Obsesionado con ese boniato de película titulada “Taxi driver”, se enamoró locamente de Jodie Foster y trató de llamar su atención de todas las maneras, sin conseguirlo de ninguna. Así que para que se fijase por fin en él se planteó el mayor reto, asesinar al presidente de los Estados Unidos de América, que entonces era Ronald Reagan. Se plantó delante de un hotel donde acababa de hablar y a la salida de este hizo fuego con el arma corta que llevaba e hirió de rebote a Reagan y además al oficial de policía Thomas Delahanty, al agente del servicio secreto Timothy McCarthy y al secretario de prensa James Brady pero los cuatro sobrevivieron a sus heridas. El peor parado fue Brady, que quedó en silla de ruedas y con problemas para pronunciar discursos.
Hinckley fue considerado enfermo mental y recluido en una institución de la que no ha salido hasta treinta y cinco años después, en 2016, con sesenta y un años cumplidos. Vive en casa de su madre, de donde tiene prácticamente prohibido salir.
La sentencia causó un revuelo considerable y llevó a revisar la ley que consideraba las eximentes por locura reduciéndolas drásticamente y algunos estados llegaron a eliminarlas por completo. Pero esto no es lo que más me ha llamado la atención, aunque recuerde mucho a lo que escuchamos hoy respecto a la prisión permanente revisable.
Lo que me ha parecido una nota para el futuro más o menos cercano es que el herido James Brady murió en 2014, a punto de cumplir setenta y cuatro años, treinta y tres después del tiroteo y el juez ha dictado que la causa de la muerte fue homicidio. Y Hinckley sólo se ha librado de ir a la cárcel por haber sido declarado oficialmente loco.
Pero a mí me da que no es el único, aunque los otros no estén diagnosticados...



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